En Miami se abasteció el buque con todos los alimentos y materiales necesarios para el mes de navegación por el Atlántico que quedaba por delante; al contrario que la nao Victoria en 1522 que, durante su regreso a la Península por el océano Índico y la costa africana, apenas portaba comida salvo el deseado clavo de las Molucas, con el que arribaría a Sanlúcar de Barrameda tras completar la primera vuelta al mundo.
En el Juan Sebastián de Elcano el aprovisionamiento lo gestiona el teniente Antonio Castillo Latorre, el único miembro de la dotación de Albacete; como Juan de Chinchilla, sobresaliente que regresaría a España en la nao San Antonio durante la expedición Magallanes-Elcano. Antonio me cuenta que él procede de dos pueblos vecinos: Almansa, una localidad profundamente madridista, como él, porque allí nació Santiago Bernabéu, que seguro sonrió el sábado desde los altares al ver a Marcelo levantar la decimocuarta Copa de Europa. Su segundo pueblo: Alpera, es el de su padre. Empezó estudiando derecho en la Universidad de Albacete, pero nada más acabar la carrera entró en la Escuela Naval Militar para cumplir una vocación que tenía desde que era muy pequeño.
Al igual que los 18 hombres que consiguieron circunnavegar la totalidad de la Tierra, casi emulando su gesta, Antonio me dice entre carcajadas que «es raro un tipo de Albacete con dos vueltas al mundo». La primera a bordo de la fragata Méndez Núñez; la segunda, en el Juan Sebastián de Elcano en 2021, en plena pandemia mundial de Covid-19. Fue un crucero muy duro: 295 días atravesando puertos como Guam, Hawái o Manila sin poder bajar a tierra. Encerrados, literalmente, en su propio buque. A pesar de todo, le sirvió para madurar, saber aguantar las situaciones complicadas y «ahora [en este crucero] no me agobia nada», me comenta con cierto orgullo sincero.
Como intendente, el teniente se encarga de conseguir desde «lo más básico, que es el papel higiénico hasta una nevera», me explica en su oficina de popa, un pequeño habitáculo con una mesilla, un ordenador y dos muebles estantería. Un oficio que, en la aventura de Elcano, hace cinco siglos, se repartió entre despenseros y toneleros, pero tenía como principal supervisor a Martín Méndez, contador; es decir, supervisor del dinero y mercancía que se utilizaban durante la travesía.
El trabajo de Antonio, que «no sale adelante sin un gran equipo detrás», me recuerda, empieza meses antes de salir a navegar, cuando planifica y contacta con proveedores para alistar el buque con el máximo de víveres, repuestos y pertrechos para varios meses en la mar. Su principal objetivo es conseguir todo lo que los diferentes destinos de la dotación – máquinas, maniobra, cocina, etc. – piden para ese crucero. Una vez embarcado en Elcano, Antonio se centra en coordinar los víveres con el servicio de despensa. Además, se encarga de la logística de los puertos: combustible, defensas para el muelle de atraque, menús diarios y actos de protocolo que se realizan a bordo durante los puertos como las recepciones o las comidas de autoridades. También debe planificar el avituallamiento para el cruce del Atlántico que estamos realizando, donde «debes cargar kilos y kilos de todo, buscando una dieta equilibrada», y llevar los cálculos al día para «ir con un mes de adelanto [en la planificación]», me comenta.
Su gran pasión son los fogones, pero «le gustaría aprender mucho más del personal de cocina», afirma. Cuando prepara los menús busca una dieta variada, algo imposible en la expedición de Elcano hace 500 años. En los cruceros del buque-escuela se traslada marca España por el mundo; se trata, me avisa Antonio, de ofrecer producto nacional de calidad en los puertos extranjeros. Nada que ver con la intendencia que prepararon para el viaje a las Molucas, carente de vegetales y fruta.
Partieron de Sevilla con algunas vacas y cerdos que duraron poco, también portaban habas, garbanzos, lentejas, 48 quintales de aceite de oliva, pescado – que se conservaba muy mal –, 982 quesos, un poco de arroz y de azúcar, vinagre, pasas, higos, almendras, miel, mostaza y membrillos. Por supuesto, no podía faltar el vino, de Jerez, el famoso e incomestible bizcocho y el tocino seco; ambas indispensables en las raciones diarias. Aunque las previsiones que hicieron se agotaron en dos años. Tuvieron, al igual que hace el Juan Sebastián de Elcano, que recoger productos en los diferentes lugares e islas que iban encontrando.
Los parecidos entre aquel viaje hacia lo inexplorado y el 94 crucero de instrucción pueden ser difíciles de encontrar, pero seguramente la ausencia de caprichos terrenales, como «la siesta en el sofá de casa viendo la tele», recuerda Antonio, el chocolate, o dormir en una buena cama eran deseos de aquellos aguerridos marinos – cambiemos la televisión por la cantina –, como lo son para los marinos actuales que se embarcan durante tantos meses alejados de la comodidad de la civilización.
Diario de a bordo