El final de una pelÃcula. El desenlace. El desagüe. Un minuto, un chispazo de inteligencia, gracia y caradura, como aquel ‘nadie es perfecto’ que se le ocurrió a Billy Wilder para colgar de él la palabra FIN en ‘Con faldas y a lo loco’. Un manifiesto elogio del ‘self-service’ en ese secreto que le cuenta al oÃdo Bill Murray a la joven Johanson en ‘Lost in traslation’. Un modo insensato de banalizar una gran historia mediante el atado en falso y blandamente familiar de ‘La sombra del testigo’. También puede ser el final de una pelÃcula la manera de darle sentido a todo lo anterior, o de voltearlo, tal y como hace Singer en ‘Sospechosos habituales’ o, en el otro extremo oriente, Kiarostami en su hermosa manera de desenlazar ‘A través de los olivos’, con ese plano largo en el espacio y en el tiempo en el que el chico sigue a la chica y de un modo mudo y lejano, por sus idas y vueltas, nos vamos imaginando en qué queda la cosa. Un final puede contener la más grande de las metáforas, como ése que deja el director Tim Robbins en ‘Abajo el telón’, cuando la cámara pasa de ese canto a la libertad creadora y esa fábula de teatro airado a una imagen del Broadway actual… Hay tantos finales de pelÃcula como pelÃculas, puede que más. Y en proporción similar los hay felices y los hay desgraciados. Si yo tuviera que elegir ahora un minuto, sólo un minuto, me quedarÃa con el de una pelÃcula que no es mi favorita y con un actor que en cierto modo detesto: Jean Pierre Leaud en ‘Los 400 golpes’… La cara del joven Antoine Doinel dice al final algo demasiado grande e Ãntimo de cualquier persona que haya nacido: nos lo podrán quitar todo, pero el gesto siempre será nuestro.