‘El séptimo sello’ es la puesta en escena de un retablo cuyo último objetivo es desbaratar las dudas sobre la existencia de Dios y sobre la inevitabilidad de la muerte. Objetivos, claro está, que no consigue. Bergman hizo esta película como quien se sacude el polvo de la ropa: un rodaje al abordaje y un sentido del humor que contrasta con la seriedad del lúgubre mensaje. El contraste no está sólo en los hilos que sujetan la narración: la Muerte y la Luz, la epidemia y la esperanza, el Caballero y los juglares, la realidad y la ficción escénica. También está ese contraste en el cuadro y lo que retrata: un blanco y negro sublime, el mar, las piedras, los nubarrones…, el blanquinegro del ajedrez con los dos contrastados contendientes que vuelven, ambos, de las Cruzadas, la Muerte y el Caballero.
Como todo Bergman, ‘El séptimo sello’ exuda sus obsesiones y sus intimidades, todas enlazadas como en esa misma Danza macabra con la que termina la película. Aunque si bien es ésta una obra para irte deshojando tus propias margaritas, para enredarte en su cerezal de metáforas, lo que se pega de ella como arroz quemado es media docena de imágenes tan poderosas que la absorben casi por completo: la de la partida de ajedrez al borde del mar; la de la Muerte serrando el Árbol con el juglar encima; la de los primeros planos de la bruja condenada a la hoguera, con su vago halo dreyeriano; la del carromato de juglares escapando de la muerte; la de la Danza final que se recorta negra contra las nubes…
A pesar de la absoluta redondez de la película, mi impresión es que era en realidad una puerta que buscaba y encontró Bergman por la que adentrarse en terrenos aún más íntimos y profundos. Su cine a partir de ‘El séptimo sello’ es esclarecedor.