Pablo M. Díez el 19 may, 2009 Katmandú. Su solo nombre ya evoca paraísos terrenales de templos perdidos entre las brumosas cumbres del Himalaya. Idílico destino hippy en los años 70, la capital de Nepal sigue conservando su encanto de antaño y atrayendo cada temporada a mochileros en busca de espiritualidad oriental, aficionados al senderismo y alpinistas ansiosos por coronar las cimas del Everest o el Annapurna. A todos ellos les espera uno de los lugares más mágicos y misteriosos del planeta, declarado en 1979 Patrimonio de la Humanidad por la Unesco gracias a la riqueza cultural de su casco antiguo. Sus tesoros están repartidos por toda esta caótica y destartalada ciudad de 700.000 habitantes que preside el valle de Katmandú, pero conviene empezar por la céntrica plaza Durbar. Esta se erige majestuosa en medio del laberinto de estrechos y polvorientos callejones que componen el turístico barrio de Thamel, plagado de hostales con encantadores jardines de sabor colonial, restaurantes en terrazas con vistas sobrecogedoras, bares con música en directo, cafeterías con chill out y wifi y tiendas de artesanía con cuadros de dioses hinduistas y thangkas budistas. La plaza gira en torno al antiguo palacio real de Hanuman Dhoka, que en su mayor parte fue levantado por el soberano Pratap Malla en el siglo XVII y refleja el poder que tuvo la monarquía hasta su abolición hace justo un año. Tras 240 años de reinado, la dinastía Shah, la última estirpe hinduista del mundo, fue sustituida por una república por culpa del absolutismo del soberano Gyanendra, quien en poco tiempo dilapidó la veneración que sentían los nepalíes por sus monarcas al subir al trono después de la oscura matanza en el palacio de Narayanhity. La versión oficial sostiene que el heredero a la corona de plumas, Dipendra, asesinó a su padre, Birendra, y a casi toda la familia real despechado porque no podía casarse con la mujer que amaba, pero muchos sospechan que la mano de su tío y hermano del rey, Gyanendra, se hallaba detrás de la masacre. El viajero puede sumergirse en todas estas intrigas palaciegas mientras contempla el ritmo diario de los vendedores ambulantes, las mujeres envueltas en vistosos saris de ricos colores y los rickshaws que atraviesan la plaza desde las escalinatas del templo de tres tejados de Maju Deval, dedicado al dios Shiva. Alrededor del mismo se levantan una treintena de santuarios hinduistas y estupas budistas, entre los que destacan el contiguo templo de Shiva-Parvati, el de la niña diosa Kumari y el cercano de Kashtamandap, un edificio del siglo XII que da nombre a Katmandú, antigua Kantipur. En medio de este auténtico museo al aire libre pululan los esqueléticos y desdentados sadus (santones) que, cubiertos sólo con una fina túnica y con el tercer ojo adornando su frente, prenden incienso en pequeñas capillas y piden limosna entre las vacas que, indolentes, pacen rumiando la basura que se acumula en las esquinas de los callejones. A ambos lados, las estrechas y oscuras callejuelas del casco histórico están flanqueadas por casas con ventanas y puertas diminutas cuyas fachadas y frisos de madera están ricamente ornamentados con inscripciones talladas y celosías. Un agradable paseo por este mundo de ensueño, que parece anclado en el tiempo a la vista de los ancianos nepalíes tocados por su topi (gorro típico) y ataviados con sus largas chaquetas tradicionales, lleva hasta Swayambhunath, popularmente conocido como el Templo de los Monos porque estos animales saltan a sus anchas por la impresionante estupa con los ojos de Buda que se levanta sobre la colina de Padmanchal. Con diez metros de alto y 65 de circunferencia, este monumento budista es una de las principales atracciones de Katmandú junto al templo hinduista de Pashupatinath, dedicado al dios Shiva a orillas del río sagrado Bagmati, cuyas aguas confluyen en el Ganges. Entre ratas que corretean junto a las piras fúnebres, aquí se realizan las tradicionales cremaciones de los difuntos para que sus cenizas vayan a parar al río de la vida. Pero las atracciones no terminan aquí, ya que hay alrededor de la capital destacan dos ciudades vecinas que merecen un día de excursión aparte: Bhaktapur y Patán. Menos explotadas que la bulliciosa Katmandú, ambas conservan el auténtico sabor del Nepal medieval, como se aprecia en sus respectivas plazas Durbar y palacios reales. En el pasado, Bhaktapur y Patán eran reinos independientes que rivalizaban con Katmandú por el control del valle, hasta que fueron sometidos por los monarcas de la dinastía Malla hace ya más de cinco siglos. La primera, conocida también como la Ciudad de los Devotos, luce aún con orgullo el modo de vida tradicional de los jyapus (campesinos del valle), mientras que la segunda es un perfecto ejemplo de la arquitectura newari que proliferó entre los siglos XVII y XVIII bajo el dominio de los Malla. Desde aquí, las vacaciones místicas de Nepal ofrecen seguir conociendo su rica historia en la ciudad de Pokhara, al oeste del país y en dirección al Annapurna, perderse entre los elefantes y rinocerontes del parque nacional de Chitwan o tocar el cielo en el Everest. Otros temas Tags budismodurbarestupaseveresthimalayahinduismokatmandupalacioplazatemplosturismo Comentarios Pablo M. Díez el 19 may, 2009
Entrevista íntegra a la Nobel de la Paz María Ressa: “Las elecciones de Filipinas son un ejemplo de la desinformación en las redes sociales”