Pablo M. Díez el 14 mar, 2012 Cada mañana, Yoshitomo Yoshida, un antiguo marinero que regenta el café Ikoi en Minamisoma, a sólo 20 kilómetros de la central de Fukushima, mide la radiactividad con un contador Geiger de bolsillo conectado a su iPhone que le ha regalado su sobrino. En el teléfono, la pantalla marca 0,06 microsieverts/hora, un nivel muy inferior a una radiografía dental. Pero, a pocos minutos de allí, los voluntarios de la ONG Heart Care Rescue, dirigida por el exsurfero y monje budista Bansho Miura, registran 11,43 microsieverts/hora junto a un colegio de inminente reapertura. Con tales índices, se podría alcanzar en cuatro días el límite legal de radiación permitido, que es de 1.000 “microsieverts” anuales. A partir de 100.000 “microsieverts” acumulados al año, aumentan las posibilidades de sufrir un cáncer, riesgo que también se corre con dosis menores pero continuadas en el tiempo. Voluntarios de la ONG Heart Care Rescue miden la radiactividad en Minamisoma. ÁLVARO YBARRA ZAVALA “Aquí no permitimos a los niños jugar en el recreo porque la radiación era alta y tuvimos que remover la tierra y descontaminar el edificio”, explica Yuichi Tamagawa, el director de otra escuela cercana donde sólo continúan estudiando 146 de sus 327 alumnos. El resto se ha marchado porque vivían en los 20 kilómetros evacuados en torno a la central o por miedo a la radiactividad. El 11 del marzo del año pasado, el terremoto más fuerte en la historia reciente del archipiélago nipón – de magnitud 9 en la escala Richter – desencadenó un tsunami con olas de hasta 21 metros que se cobraron 20.000 muertos y desaparecidos, arrasaron 600 kilómetros del litoral, destrozaron 800.000 casas y golpearon la central nuclear de Fukushima 1. Con sus sistemas eléctricos de refrigeración averiados, sus reactores se fundieron y provocaron varias explosiones cuyas fugas radiactivas obligaron a evacuar a 80.000 personas que vivían en 20 kilómetros alrededor de la siniestrada planta atómica. En aquellos agónicos días, el mundo entero contuvo la respiración ante el miedo a un Apocalipsis nuclear. Un año después del tsunami de Japón y el desastre nuclear de Fukushima, el accidente más grave desde Chernóbil en 1986, ya han sido limpiados los escombros que dejaron las olas gigantes, pero la radiación permanece en el aire, la tierra y el mar. En plena frontera con la zona de exclusión, Minamisoma se ha despoblado en el último año. Con el consiguiente cierre de bares, restaurantes y tiendas, ya sólo quedan 42.000 de sus 73.000 habitantes. Los pocos que se atreven a pasear por sus desiertas calles, donde sólo se oye el zumbido de los postes eléctricos, lo hacen cubiertos con capuchas, guantes y máscaras. Control de la Policía japonesa en la frontera con la "zona muerta" de Fukushima. ÁLVARO YBARRA ZAVALA A las afueras, un control de policía impide el paso a la “zona prohibida” de Fukushima. Con permisos especiales y trajes aislantes, allí sólo pueden acceder los funcionarios del Gobierno y los más de 3.000 operarios que trabajan entre las ruinas de la central para enfriar los reactores y poder desmantelarlos en el futuro. A cada minuto, entran y salen camiones cargados con escombros y furgonetas de empresas constructoras subcontratadas por Tepco, la eléctrica que gestiona Fukushima 1. En Iwaki, a 50 kilómetros al sur de la planta siniestrada, la vida se empeña en volver a la normalidad y ya han reabierto su acuario y el gigantesco parque acuático “Hawai”, pero Shizue Suzuki no puede seguir plantando arroz ni cebollas por culpa de la radiación. “Antes nos alimentábamos del huerto porque era más limpio y natural, ahora está contaminado con yodo y cesio”, protesta la anciana, quien cree que “pasará mucho tiempo hasta que podamos cultivar aquí”. Con sus verduras estigmatizadas por la radiactividad, la cooperativa agrícola JA de Fukushima ha demandado a Tepco, la empresa propietaria de la central, por más de 500 millones de euros. En Iwaki, el huerto de Shizue Suzuki presenta altos niveles de yodo y cesio. ÁLVARO YBARRA ZAVALA Pero el verdadero problema no son las pérdidas económicas, sino los riesgos para la salud. “Las familias con niños pequeños no deberían quedarse en lugares con más de 3 microsieverts/hora como Watari, en la ciudad de Fukushima”, aconseja el doctor Kenji Sasahara, uno de los responsables del centro de salud de Minamisoma. En su aparcamiento, bajo una tienda de campaña recubierta con paneles de aluminio, tres médicos pertrechados con siniestras máscaras blancas y fantasmagóricos trajes aislantes miden la radiación a los empleados y técnicos autorizados a entrar en la “zona muerta” de Fukushima. Es el caso de los funcionarios del Ministerio de Medio Ambiente que ya están preparando la descontaminación de los pueblos abandonados junto a la planta atómica, donde la radiación en el suelo llega a superar los 500 microsieverts/hora en algunos puntos. A pesar de tan seria amenaza, una decena de residentes se niegan a abandonar la zona evacuada de Fukushima, donde resisten atrincherados sin luz ni agua. Son, en su mayoría, ancianos que no temen a la radiactividad porque ya les quedan pocos años de vida. Pero uno de ellos, que tiene sólo 54 años, se ha convertido en una celebridad por relatar en un “blog” su resistencia a la evacuación. En su casa de Tomioka, a doce kilómetros de la central, Naoto Matsumura se ha atrincherado sin tomar ninguna precaución para alimentar a sus once cerdos, así como a otras vacas y animales que sus dueños dejaron atrás en su huida. Midiendo la radiación a los técnicos y trabajadores que salen de la zona de exclusión de Fukushima. ÁLVARO YBARRA ZAVALA “No me he hecho ningún chequeo médico porque me preocupa más quedarme sin tabaco que la radiactividad”, explica este divorciado que antes vivía con su madre, a quien sus hermanos se llevaron lejos de allí tras una fuerte discusión. “Vinieron con unos trajes como si fueran astronautas y me dijeron que me estaba suicidando, pero saben que soy muy testarudo y viviré aquí siempre”, avisa ignorando a propósito los riesgos que corre. Sin electricidad ni agua, Matsumura cocina con bombonas de propano y rellena el depósito de la calefacción con queroseno, que compra cuando sale de la zona de exclusión para abastecerse de víveres tres o cuatro veces al mes. Un año después del tsunami atómico, es el último superviviente de Fukushima. Todo lo contrario a Naoko Murase, una mujer de 34 años que vivía en Namie a la sombra de la central nuclear, donde su marido, Ryoichi, trabajaba como electricista. Junto a sus cuatro hijos, con edades comprendidas entre los 12 y los 3 años, huyeron con lo puesto tras la primera explosión en la planta, que tuvo lugar la tarde del sábado 12 de marzo. “En medio del pánico generalizado, circulamos durante horas con nuestro coche sin saber adónde ir y, finalmente, pasamos la noche en el aparcamiento de un Seven Eleven. Al día siguiente, cuando llegamos a un centro de evacuados en Koriyama, los médicos descubrieron que teníamos mucha radiactividad y nos obligaron a darnos una buena ducha. No nos dijeron los niveles que sufríamos, pero se deshicieron de nuestras ropas y nos dieron los mismos pijamas desechables que vestían muchos otros evacuados en el refugio”, recuerda Naoko en la casa prefabricada de 40 metros cuadrados que ocupa desde el verano a las afueras de la ciudad de Fukushima, a 60 kilómetros de la planta atómica. Casas prefabricadas para los evacuados nucleares. ÁLVARO YBARRA ZAVALA Desde entonces, y en viajes organizados por el Gobierno, ha regresado un par de veces a su antigua casa para recoger sus pertenencias más preciadas, como sus álbumes de fotos y los cordones umbilicales de sus hijos, que la tradición nipona manda guardar. “Nunca volveremos a nuestros hogares”, se lamenta haciendo gala de la típica resignación asiática, convencida de que la radiactividad obligará a cerrar la “zona muerta” de Fukushima durante décadas o, quizás, para siempre. En su interior se están viniendo abajo las casas abandonadas, carcomidas por la humedad e invadidas por las ratas y los matorrales que crecen sin control. Hasta aquí nunca llegará la reconstrucción del desastre natural más caro de la Historia, que costará 150.000 millones de euros, durará más de cinco años y asfixiará la endeudada economía nipona. A la costa nororiental de Japón, recorrida por idílicos pueblos pesqueros atrapados entre bahías de aguas cristalinas y frondosos bosques de cedros, el mar le daba la vida y el mar se la quitó. Pueblos enteros levantados a base de casas de madera fueron literalmente borrados del mapa por la virulencia del agua, que arrastró barcos de 330 toneladas como el Kyotoku Maru 18 a dos kilómetros de la costa en Kesennuma y varó coches sobre los tejados en los bloques de tres plantas. El "Kyotoku Maru 18" es ya una parte más del paisaje de ruinas en Kesennuma. ÁLVARO YBARRA ZAVALA Hoy, limpios de escombros, lugares antaño llenos de vida como Otsuchi son páramos desolados salpicados por un puñado de edificios de cemento en ruinas que aguantaron la embestida de las olas. Todo está vacío menos el cementerio, donde no caben más tumbas y las urnas con cenizas deben guardarse en los templos. De luto, entre los cascotes de lo que fue su hogar en Minaminsariku, rezan los familiares del carpintero Toshifumi Sato en las vísperas del primer aniversario de la tragedia. “Su alma aún no descansa en paz porque todavía no han encontrado su cadáver”, se queja su hija, Yoshie Suzuki, que vivía en Minamisoma y perdió su casa no por el tsunami, sino por las fugas radiactivas. Un silencio sepulcral, sólo roto por los quejidos mecánicos de las máquinas excavadoras que arañan el suelo amontonando hierros retorcidos, tablones rotos de madera y neumáticos pinchados, inunda ahora el hueco que dejaron las almas perdidas de Rikuzentakata. “Mi marido, Yoshikazu, murió cuando fue a la guardería para tratar de salvar a nuestros tres nietos: Yue, Yuhi y Kazuki. Aún no hemos encontrado el cuerpo de Yuhi, que tenía cinco años y quería ser pianista”. En una de las 150 casas prefabricadas levantadas para los damnificados en la Escuela Secundaria, la abuela Masako Sugawara llora prendiendo incienso ante los retratos que presiden el altar budista de sus difuntos. Para que a sus espíritus no les falta de nada en la otra vida, les ofrece a los niños unos ositos de peluche y a su esposo el sake que le gustaba. El tsunami barrió pueblos enteros del mapa, como Minamisanriku, en la costa nororiental de Japón. ÁLVARO YBARRA ZAVALA A toda velocidad, y en medio de un ruido ensordecedor, un enjambre de grúas, excavadoras y hormigoneras derriban los últimos armazones que quedan en pie en Ofunato, cuya demolición está enriqueciendo a constructores como Kazuyuki Takahashi. “Me siento culpable porque el negocio ha mejorado, pero perdí a muchos amigos y eso es lo más importante”, confiesa con embarazo. Mientras los buzos siguen sacando restos del puerto de Osawa, donde las olas hundieron la mitad de sus 200 barcos, los mariscadores vuelven a cultivar las ostras que tan caras se cotizaban antes en la lonja tokiota de Tsukiji. Tras el tsunami de hace un año, son la simiente del futuro. Si la radiactividad lo permite. Versión íntegra del reportaje publicado el 4 de marzo en la revista XL Semanal. FOTOS: ÁLVARO YBARRA ZAVALA Otros temas Tags atomicocancercatastrofecentralchernobildesastrefugasfukushimaJapónminamisomanuclearradiacionradiactividadtepcoterremototsunami Comentarios Pablo M. Díez el 14 mar, 2012
Entrevista íntegra a la Nobel de la Paz María Ressa: “Las elecciones de Filipinas son un ejemplo de la desinformación en las redes sociales”