Mientras el Producto Interior Bruto (PIB) per cápita es de 2.951 euros y se encuentra en torno al puesto 100 del mundo, a la altura de Albania y Jordania, el régimen chino se gasta 28.600 millones de yuanes (3.135 millones de euros) en la Expo. Eso, al menos, oficialmente, porque otros cálculos que circulan en internet, y que han sido negados por las autoridades, disparan el presupuesto hasta los 400.000 millones de yuanes (43.861 millones de euros).
Con independencia de la cifra real, la Expo de Shanghai es la nueva fachada de progreso y desarrollo que el Gobierno de Pekín quiere mostrar al mundo y, lo que es más importante, a su propio pueblo, al que bombardea con este tipo de eventos propagandísticos para reforzar su nacionalismo y recuperar el orgullo de ser chino.
Para ello, China deslumbrará con un gigantesco pabellón con forma de pirámide invertida de color rojo imperial que, apodado la “Corona de Oriente”, se basa en la estructura de los “dougong”, los tradicionales capiteles de madera entrelazados que sobresalen entre las columnas y las vigas de los templos asiáticos, y que tienen más de 2.000 años de antigüedad.
Con una altura de 63 metros y una superficie de 60.000 metros cuadrados, ha costado 1.500 millones de yuanes (164,4 millones de euros) y acogerá a las provincias y regiones chinas y a las antiguas colonias de Hong Kong y Macao. Gracias a su singular forma y a que la mayoría de los visitantes de la Expo serán nacionales, se convertirá en el pabellón más popular del recinto y la cara visible de esta nueva China del siglo XXI.
Tras Pekín, le toca el turno de lucirse a la segunda ciudad del país y su verdadero corazón económico y financiero, Shanghai.