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Poetas de bragueta

Poetas de bragueta
Santiago Isla el

 

Siento ser tan ácido, pero todavía tengo años para irme de Rimbaud. En una época en la que la novela parece abocada al historicismo cutre –mejor si son mejunjes que mezclan templarios, masones y la Guerra Civil–, la poesía no le va a la zaga y se embala hacia la cursilería multidisciplinar, un auténtico festín del pleonasmo en el que, cuantos más signos de puntuación se pongan, mejor. Con la llegada de la autoedición, todo vale y si no vale ya me encargo de que valga.

 

Poetas y poetisas pasean su yo hipertrofiado como cabezones en un salpicadero.

 

Andar un rato por ciertos barrios de alcurnia bohemia es un agobio: se me cruzan constantemente musas de pedigrí, auténticos museos de virtudes, seres imaginarios o posverdades que fuman tabaco de liar y se tatúan versos de autoayuda. Como decía Calamaro, “hay mucho rock de mujeres ajenas, mujeres que nunca existieron”. Pues aquí estoy yo, madrileño en zapatillas, tan real como el canto de un duro.

 

Los poetas de bragueta repiten patrones que van desde el amor cortés medieval hasta el romanticismo, zarandeando su masivo yo a plena luz del día. Yeah. El peso de la historia les ha robado –con su total connivencia, eso sí– cuatro puntos de vista. Doscientos años después, parece posible superar la primera persona que le canta chucherías a un tú cuasi perfecto. ¿Y qué decir de la extensión? ¿Es posible que el verso alejandrino ofenda a los talibanes de lo micro?

 

¿Cuántos poetas de bragueta hacen falta para encender una bombilla? ¿Son buenos, son malos, o simplemente escriben por aquello de “prometer hasta meter”? ¿Cuántas Dulcineas puede soportar Madrid sin que se hundan las aceras por el peso de los adjetivos?

 

Me toca a mí ser Sancho Panza. Basta ya. La tan manoseada Dulcinea –musa esquiva y veleidosa con ático en Lavapiés– no existe. Se llama Aldonza Lorenzo. No da ni para un pareado. Pero, ey. Dicen que tuvo la mejor mano para salar puercos de toda La Mancha.

Cultura
Santiago Isla el

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