Maira Álvarez el 15 nov, 2016 Me he levantado con ganas de saltarme el protocolo, pero no sé cómo. Cada vez tengo más esta sensación: si no rompes el protocolo no eres nadie. Eres un mindundi, alguien de segunda, estás demodé. El problema es que si voy a trabajar en pijama, seguramente me llamen ridícula. Y si no voy, me despedirán, pero dudo que nadie diga “mira a Mayra, como rompe el protocolo”. ¡Que sinvivir no saber cómo lo hace la familia Real para acaparar estos titulares y esos comentarios! El último en escribir erróneamente sobre los errores de protocolo ha sido mi admirado Jaime Peñafiel (como dijo Julio César, ¿Et tu, Brute?) al hablar del vestuario de Su Majestad la Reina en un acto de Zarzuela. Cuando a algunos periodistas se les llena la boca con la palabra “protocolo”, lo único que buscan es morbo. La gente solo lee la noticia para saber qué hizo tal o cual famoso para “romper el protocolo”. La desilusión llega cuando se lee el artículo y se comprueba que no se dice nada interesante. Quizá que el príncipe Harry se ha dejado barba (ooooh), o que nuestra monarca calzó una sandalia novedosa. ¿Alguien me explica dónde está escrito que eso sea una rotura? (En un ambiente informal, les digo yo lo que pensamos los protocoleros de dónde se produce la “rotura”. Y ustedes ya me entienden) ¿Por qué a algunos compañeros periodistas les gusta tanto esta frase fetiche? Es un término de moda, al igual que añadir a todo “presuntamente” o “políticamente incorrecto”. Lo único que hacen es dañar al protocolo y a sus profesionales, y en el fondo, comunicar su ignorancia a la sociedad. Los comunicadores que utilizan esta expresión deberían saber que está mal dicho solo porque alguien haya calzado un zapato inadecuado o no haya saludado de la manera que ellos se esperaban. (Seamos francos, ¿a quién le interesa eso?) Así se siguen los estereotipos de “el protocolo es eso de dónde va el tenedor, ¿verdad?” que te sueltan muchos creyéndose muy graciosos. O hacen incluso chistes en antena, como el ministro Margallo cuando dijo aquello de “los de protocolo son como terroristas que te dicen donde tienes que sentarte”. Yo estoy ayudando a preparar a Raquel Tejedor, Miss España, en su camino para Miss Mundo. El certamen se celebra en Washington y como es obvio, las costumbres de allí no son las nuestras, ni siquiera la etiqueta en la mesa. Hablando del tema con un colega, definió mi trabajo como “la estás enseñado para pescar a un millonario”. INAUDITO. Para cada descripción existe una palabra correcta. Sentido común, educación, etiqueta en el vestir… eso no es protocolo. Si la Reina saluda a la gente que la espera en una acera, es porque es espontánea, no porque rompa nada. Lo rompería si decide meterse en un bar en vez de entrar al lugar donde tiene que dar un discurso: habría hecho que se incumpliese el correcto desarrollo de un acto. Pongámonos académicos. Los griegos ya definieron al protokollon como la regla ceremonial establecida por decreto o costumbre. Los romanos la adaptaron a protocollum. Básicamente, es el conjunto de tradiciones, normas y costumbres aconsejadas para celebrar un acto privado o público. El protocolo es una herramienta de comunicación imprescindible en la organización de actos. Da mucha rabia, con todo el trabajo que conlleva la organización del un evento, que la gente valore aspectos que entran dentro del ámbito de las buenas maneras. El protocolo no se salta ni se rompe. No es un banco del parque, ni una delicada figurita de Limoges. Tampoco se pueden utilizar expresiones como protocolo flexible o protocolo estricto, es una contradicción de términos. Las cosas se hacen como se tienen que hacer, la técnica es la que es. El buen protocolo es el que no se nota, por ejemplo, cuando hay una cumbre en la OTAN y no hay ningún problema entre los dirigentes y todos tienen su turno de palabra en el orden que les corresponde. O cuando hay una boda real y todos los invitados llegan a la iglesia, funciona el dispositivo de seguridad y luego encuentran fácilmente su sitio en la mesa. El protocolo falla cuando falla el evento en sí, no por culpa de los invitados. Si en una boda real, siguiendo con el ejemplo, resulta que han olvidado sentar a Camilla de Cornualles, ahí sí se puede decir que se ha roto el protocolo. Alguien ha cometido un fallo. Pero desde luego, jamás será culpa de la esposa del Príncipe Carlos, ya venga vestida con un sombrero de plumas o con trencitas de colores. Lo que no se puede pretender es que las costumbres no cambien; ni las autoridades llegan a los eventos en coches de caballos ni nos sacamos muelas anestesiados con whisky. El protocolo no encadena, sino que es flexible, y evoluciona para modernizar una empresa o la imagen de una institución. Un gran ejemplo de lo que estoy hablando es el Papa Francisco, que desde el primer día despertó titulares por su “estilo rebelde” y su afán de “romper el protocolo”: lavó los pies a doce jóvenes (dos de ellos musulmanes), tiene redes sociales, prescindió del apartamento pontificio…. Estos gestos de gran calado social denotan su estilo de liderazgo: humildad, cercanía con el pueblo y austeridad. El Papa no ha roto el protocolo: está acercando la Iglesia a la gente. Predica con el ejemplo. En resumen. Que nos puede llamar la atención que alguien abrace a la Duquesa de Cambridge, que la Reina no se quiera poner mantilla o lleve pantalones, que a un niño príncipe no le guste que le besuqueen la mano… pero yo aquí sigo, sin romper el protocolo. xxxx No nombro a las fuentes de donde he extraído estos ejemplos totalmente a propósito. El afán es informar, no destruir. 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