Se organizaron protestas de indignados a lo que nadie explicó que antes de indignarse con lo que han hecho los demás hay que haber hecho algo de lo que estar orgulloso. Eran indignados genéticos. Los azules acuñaron para una parte de ellos el calificativo peyorativo perroflauta, voz humillante cargada de desprecio. Los sindicatos, organizaciones de brahmanes que vivían sin trabajar de acuerdo con un sistema de cuatro castas diseñado en India siglos antes, llevaban décadas repitiendo la frase “derechos del trabajador”, pero nadie dijo jamás “deberes del trabajador”. Los azules no tuvieron que inventar un calificativo peyorativo para “sindicalista”, porque esta palabra se convirtió espontáneamente en la calle en sinónimo de “golfo” (algunas veces) y de “vago” (casi siempre). La voz empresario ya era despectiva desde tiempos inmemoriales, pues todos consideraban sospechoso generar riqueza en lugar de sentarse a repartir la que espontáneamente germinase en la naturaleza. Se forjó el soberbio eufemismo emprendedor, que el diccionario no asociaba a la voz disonante “patrono” como sí hacía con empresario. Los políticamente correctos confortaban a los jóvenes en paro con una mentira “Sois la generación mejor preparada de la historia”. Nadie les regaló nunca la frase que necesitaban: “Tienes que buscar trabajo fuera y tienes que hacerlo hoy”. Nadie preguntó nunca si la tasa de desempleo de los mayores de cincuenta años también rondaba el cincuenta por ciento, porque lo que le ocurriera a ese segmento de la población les importaba poco a los vates de la corrección. Eso no vendía: vendía la demagogia de los chicos y su cabreo. Nadie le preguntó jamás a ningún desahuciado si había echado bien las cuentas antes de pedir el préstamo hipotecario que no podía pagar.
Aquellas gentes sordas y ciegas continuaron construyendo alegremente su disparate semántico y su miseria crematística y ética. Levantando, ladrillo a ladrillo, la distopía en la que habían decidido vivir, sobre la que alguien había dicho “Es el país más fuerte del mundo. Ellos mismos llevan siglos intentando destruirlo y no lo han conseguido”. La cita no era de Neymar ni Ronaldo, sino del casi desconocido Otto Von Bismarck. Los ciudadanos de entrambos colores se alejaron de la realidad, puestos en eso de acuerdo Caín y Abel, Abel y Caín. Rojos y azules siguieron escandalizándose con la corrupción del enemigo más que con la propia. Un día, todos empezaron a coincidir y rojo y facha significaron ya para siempre lo mismo: “El que no piensa como yo”.
Un campeón de la verdad llamado Eric Arthur Blair había concluido tras conocer y amar el país de las etiquetas, después de sufrir un tiro en el pecho peleando en su Guerra Entre Hermanos, que la prensa de izquierdas también mentía, como hacían en todo el mundo los periódicos de todos los colores. Pero añadió que sólo en aquella nación había visto que se publicara “negro” cuando había ocurrido “blanco”. Aquella supernova de la inteligencia tronó en el vacío, pero casi todo lo que vaticinó se fue cumpliendo. Escribió sobre aquel país un libro maravilloso que casi nadie leyó: Homenaje a Cataluña.
Eric Arthur Blair también se llamó George Orwell.
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