La crisis sanitaria nos mantiene divididos, etiquetados y echando la culpa del error al enemigo, como casi siempre a lo largo de nuestra historia. Para unos, el agujero en la seguridad del sistema sanitario no ha sido la causa de el virus se haya colado en Europa. Para otros, la enfermera temeraria lo hizo bien. El apriorismo de la demagogia hispana dice que un damnificado con aspecto débil nunca puede ser culpable y que el Estado lo es siempre. Que todos lo somos, pues. Los más extremistas llegaron ayer a la violencia para defender al perro de la enferma y se unieron al cada vez más practicado deporte de desafiar una decisión judicial. Tenían razón; siempre la tienen. Querían lanzar el mensaje de los llamados indignados, que confunden los exabruptos con la justicia: “Aquí manda la calle”. Para ser indignado en otros países hace falta legitimidad: antes de protestar por lo que otros han hecho mal es necesario estar orgulloso de lo que uno ha conseguido. Aquí basta con el número: con congregar a través de Internet una turba (en la acepción de muchedumbre, no en la de estiércol), alimentarla de clichés y tomar la calle. Los indignados, que disputan al Estado el monopolio del uso legítimo de la violencia porque poseen en exclusiva ética y verdad, subvierten la democracia sin presentarse a ninguna elección y siempre actúan bajo el estandarte de una causa aparentemente justa. Su forma de pensamiento es la corrección política, que desde hace cuatro décadas practican en Estados Unidos sectores autodenominados progresistas que jamás han defendido progreso alguno ni cambios sociales estructurales. Un indignado de aquí jamás arrimará el hombro en ninguna tarea que no sea la de quejarse, ni generará riqueza, ni pedirá cambios de gran calado real. No exigirá eliminar el empleo vitalicio para equiparar los derechos de todos los trabajadores, ni igualdad real entre los sexos frente a la persecución del varón que exigen los feministas radicales, ni contener los extremismos religiosos. Los defenderá en la práctica enarbolando como bandera la peligrosa falacia “Todas las creencias son respetables”, que si se aplicara permitiría legalizar la apología del nazismo. Escribirá sandeces como “Querid@s alumn@s” e intentará imponérselas al colectivo aunque tanto la Gramática como la costumbre de la calle empleen el masculino como genérico. Retorcerá el idioma a su antojo. Los políticamente correctos entienden que el lenguaje sirve para pensar y también crea realidades. Hay periodistas que ya no se atreven a escribir comunicados sin empotrar la arroba en el encabezamiento. El integrista defenderá siempre el dogma y la ortodoxia política y cultural entendiendo que quien hable como él terminará pensando también como él. El lenguaje como acción. El líder dogmático o buenista defenderá falsedades como llamar “La generación mejor preparada de la historia” a una de las peor formadas o, al azar, a la que más convenga. Enarbolará falacias como “defender al más débil es siempre defender lo más justo”. Llamará “asesino” al trabajador que intenta llevarse a Excalibur por orden de un juez para salvar vidas humanas y “ejecución” a la muerte del perro. Un poco de prosopopeya y un mucho de teatral, pues ejecutar es dar muerte al reo condenado a ella, no a un perro.
Los buenistas no son mejores ni peores que los demás, pero presentan una particularidad: sabemos de antemano lo que van a pensar en cada situación, porque todos opinan siempre lo mismo. Están teledirigidos. Lo demostraremos en la próxima entrega, que se titulará Abducidos por el perro y la flauta.
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