Los años noventa de otro siglo despertaron mi curiosidad por la riqueza del habla rural y me hicieron un regalo que no había pedido: conocer a una pareja de aldeanos, casada setenta y cuatro años y diez meses atrás, que todavía se quería. Llamábanse, por ejemplo, Juan y María. Él le decía siempre “Chiquita” y le abría todas las puertas sonriendo como si acabara de conocerla en la verbena de agosto. Con noventa y cuatro, me dijo “No ha sido fácil conservarla; el camino es pino y las dificultades muchas, zagal”. Como una sanguijuela me adherí a aquella gente que no había estudiado ni el bachiller por ver si se me contagiaba su sabiduría o si por descuido me revelaban ellos alguno de los arcanos del amor. María era más optimista que Juan: “No es tan difícil, hijo. Las bases del amor son tres y tienen que sentarse por este orden de importancia: cariño, respeto y comprensión”. Quise saber más sobre su vida un día frío de marzo en el que Juan trasteaba con los aperos de labranza con los que aún trabajaba en cuanto sus hijos se descuidaban. “No hay nada que saber. Mi vida es la vida durísima de un labrador de los años treinta. Siempre a expensas de los caprichos del amo. Y luego vino el 36. Y ya está. No hay nada”. Nunca más he escuchado utilizar con propiedad la palabra amo. Juan murió frisando los noventa y cinco y no hubo convite ni alharaca porque la pareja no logró cumplir los setenta y cinco de casados y a todos se nos quebró el corazón.
Me acordé del gran Antonio Vega, el poeta del amor que hablaba muy quedo y con la cabeza gacha pero te desarbolaba con su lenguaje limpio y su escalofriante nivel de inteligencia cuando lo entrevistabas. El mes que viene hará cinco años que se fue. Desde que escuché su Elixir de juventud hace veinte años no he utilizado mis palabras pobres para dirigirme a una de ellas:
Ella es mujer, niña, ella es mi chica.
Pues sin moverse me trae el Levante y el Sur.
Queriendo y sin darme cuenta
Como un espejo reflejo su brillo y color.
[…]
Del elixir de juventud bebimos juntos prometiéndonos la vida.
¿Quién nos llamó?
¿Qué pudo ser?
De nuestro juramento juez el primer día.
Letras altruistas. Si actúo como un espejo significa que es ella la que crea belleza cuando hablo o cuando escribo, porque inspira mis palabras. Por eso dejé de buscar las mías y acompasé a las de Antonio mi caminar. Las suyas siempre emiten más fulgor.
Viene a colación todo este asunto del lenguaje del amor porque de Nashport, Ohio, ha llegado una historia de amor que convierte a Romeo y Julieta en principiantes. Kenneth Felumlee se ha quedado viudo, pero solamente durante quince horas y media. En cuanto Helen Felumlee expiró con 92 años, su familia supo que Kenneth, de 91, no tardaría mucho tiempo en ir detrás de ella a quién sabe qué lugar ultraterreno. Habían pasado setenta años casados. Su hija ha dicho “Queríamos que se fueran cogidos de la mano y lo hicieron”. Siempre compartieron tálamo, que es la palabra española, y antes latina, y antes griega, que designa el lecho nupcial. El día que tuvieron que dormir en un ferry con literas, lo hicieron juntos en la inferior. Él se había casado con ella dos días antes de tener la edad legal; no podía esperar. Siempre quebrando la línea del tiempo. Dejaron la vereda de la diacronía y convirtieron su amor inmenso en una sincronía donde jamás hubo ayer, mañana ni devenir alguno. Por eso rompieron la máquina del tiempo. Por eso, cuando Helen murió, Kenneth sólo tardó quince horas y media en tomar el ferry.
A mi amigo de décadas @Luisalgorri Cuando preparo recado de escribir suelo acordarme de él por si esto se contagia.
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