Los más viajados saben que la envidia no es nuestro defecto nacional, sino el pecado capital del mundo. Hay envidia, y no sana porque “envidia sana” es un oxímoron tan flagrante como “odio cariñoso”, en todas partes. Nuestros pecados nacionales son dos. El primero, una falta de educación secular que raya en la anomia del que prefiere no saber dónde empieza la libertad ajena para no limitar jamás la propia. El segundo, una ausencia casi absoluta de autocrítica de la que dimana una falta de propósito de enmienda generalizado. Todo individuo políticamente correcto con el que nos crucemos pensará que los españoles nos criticamos demasiado a nosotros mismos y todos los medios de comunicación repiten el mantra de “la generación mejor preparada de la historia”. Las dos afirmaciones son opuestas a la realidad. No nos importa que aquí nadie coja el teléfono en el curro antes de las diez de la mañana porque los pocos que ya han llegado están desayunando, aunque nos asusta la pobreza que nuestra mala praxis laboral genera. Muchos cobran por asistencia, no por desempeño. No nos preocupa que nuestros jóvenes sean cada año más incultos, aunque sí nos amedrenta su paro récord consecuencia de lo anterior.
El anuncio de Campofrío ha triunfado porque anula todo propósito de enmienda e identifica como virtudes el mal gusto y el empecinamiento. Alaba a los que gritan en lugar de hablar y tocan al interlocutor. El mensaje axial “los extranjeros no nos entienden” es más ucronía que anacronismo, pues realmente nunca hemos dejado de explotar la ficción de la conjura judeo-masónica. Ese echarle la culpa de los defectos patrios al extranjero desconocido es tan actual ahora como hace sesenta años. Los medios exculpan al mal gestor de nuestra economía con una expresión estúpida acuñada al efecto: El ataque de los mercados. Si nos prestan el dinero caro no es porque se fíen poco de que vayamos a devolverlo: es porque somos españoles y nos odian.
La avalancha de caspa nacionalista que el anuncio despliega a continuación desvela algunas razones para el orgullo patrio: el eterno retraso en la educación, el que inventen ellos, el carácter moroso de ciudadanos y administraciones y los horarios caóticos. He echado de menos el absentismo laboral, las cagadas de las aceras, el ir en chándal hasta a las audiencias con el Rey, los vecinos ruidosos, el hecho de que los contratos verbales ya no tengan valor aquí y nuestra fama de malos trabajadores, seguramente fruto también de la conjura. Y los bares sin papelera, con el suelo cubierto de huesos de aceituna y cabezas de quisquilla. Y las barbacoas de panceta, pero el anunciante vende jamón en lonchas.
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