Hoy confieso a los noctívagos que transcurría 2002 cuando recurrimos a un laboratorio para averiguar por qué era estéril mi simiente. No había manera de que nos quedáramos embarazados de la niña y el mensaje axial “el culpable eres tú, Rafa” prevaleció sobre el argumento baladí “lo hacemos una vez cada dos meses” que yo intentaba imponer. El análisis médico del semen arrojó un resultado estremecedor: treinta por ciento de espermatozoides de evolución lenta, cuarenta de velocidad media, treinta estático. El parágrafo “de evolución rápida” quedó vacío. Aparte, quince por ciento de bicéfalos y doce por ciento de espermatozoides con doble cola. No es una broma. El informe fue así, terrible. El galeno especialista en fertilidad me tranquilizó:
– Los de dos cabezas no pueden prosperar.
– Doctor, sé que con los resultados que sobre su escritorio pongo no puedo ser Steve Rogers, en su vida privada el Capitán América que sembró de ilusión mi infancia en los ochenta. ¿Puede darnos alguna esperanza? (Oculté por pudor que los coitos eran bimestrales, de los casi milagrosos que se repiten cada dos meses, y no bimensuales, de los que se producen felizmente dos veces al mes).
– Mire, hay miles de tipos así y nadie se lo toma con tanto sentido del humor como usted. Espere y verá.
Quince días y un solo acto triunfal después, estábamos embarazados y nueve meses más allá nació Claudia. La hermosa, la cabal. Tan diferente a mí. Al contrario que Alba, la de Antonio. El bebé era muy lindo, pero se me parecía asombrosamente, detalle que aclaro para los artilleros más ingeniosos en la sospecha, pues es ella rubia. Además, poco importa quién la engendró frente a quién la cría, que soy yo. Transcurría felizmente el año del Señor de 2003. El mensaje “él es blando” había sido descartado. Años después, sólo entonces, padecería yo algunos problemas de falta de rigidez y alopecia, un civil nacido en 1965 frisando la cincuentena. Lo normal en quien no es el Capitán América ni Superlópez.
En 2013, la muy hermosa y casi octogenaria Rosa me cuenta que sigue rechazando pretendientes y me hace recordar que su hermano, mi amigo y casi hermano Andrés, fue padre con 51 años. O sea: cuando ya el progenitor de ambos se había ido a la tumba triste pensando “Andrés no sirve”. Nadie sospechó de su mujer. Era Andrés el que no servía. Quizá sí tenía el apresto imprescindible para culminar alguna tarea ineludible, lo menos llamativo en un garañon de medio siglo de vida, pero no tanto talento como para fecundar a una hembra, lo esencial. “Andrés no sirve”. Pues sí servía. Tampoco cooperaron terceros, porque la niña tiene los ojos de él: enormes, profundos y moriscos. Parece que vaya uno a caerse dentro de la oscuridad del pozo de los dos iris de la chiquilla al mirarlos. Andrés y yo somos lechiclaros. El gran Alfonso Ortuño me enseñó en las tertulias de la radio de los años ochenta del siglo pasado que el hombre que sólo engendra hembras se llama en la calle lechiclaro y que lechibravo es el que hace germinar exclusivamente varones o indistintamente varones y hembras. Rosa añade cabeceando que su padre se fue a la tumba “el pobre” pensando que Andrés no valía. “El pobre”. Andrés engendró a los cincuenta y uno esa otra maravilla de la biología, Lina, hembra hoy adolescente de pupilas muy profundas y razonar inquieto. Pero demasiado tarde para tranquilizar al abuelo ya muerto. Suficiente hizo Andrés; sólo es un hombre. Ni era Steve Rogers cuando culminó el trabajo ni le habían inyectado entonces el suero del supersoldado. Ninguno de nosotros es el Capitán América. No sabemos ni queremos serlo.
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