Decía ayer un buen amigo, que Navarro es el único jugador que nos ha enseñado que se puede ser leyenda del baloncesto sin tener un gran físico y es cierto. Mirándole, muchos quisimos ser la Bomba, aunque nos quedáramos en un intento lejano. Lejanísimo en mi caso. Aún así, él nos hizo soñar con que todo era posible.
Su cara de pillo y su figura desgarbada comenzó a formar parte del imaginario colectivo nacional allá por 2001 en el que empezamos a descubrir sus lanzamientos telegrafiados con la camiseta de la selección. A su descaro se fueron uniendo amigos. Un tal Pau, compañero de habitación desde que eran unos niños, sumó para forjar una época gloriosa que será difícil de repetir.
De su mano fuimos campeones del mundo y de su mano rozamos la gloria olímpica en dos ocasiones. Fuimos felices. Casi veinte años disfrutando con la selección… y lo que nos queda. Porque si algo ha conseguido Navarro es enganchar a miles de niños. Jóvenes que crecieron imitando a la Bomba y que aspiran a formar parte de su legado en los próximos años.
Será difícil que puedan llegar a las diez medallas del catalán. Quizá no logren ningún MVP en un Eurobasket ni jueguen 253 partidos con la camiseta de España, pero dará igual. Si alguna vez suben a un podio y suena el himno nacional, allá habrá un trocito de Juan Carlos Navarro. Ellos son «los hijos de Navarro» Leyenda de España. Mito de la selección y del baloncesto nacional. El jugador que comenzó todo y que se marcha luciendo esa sonrisa de pícaro que metía miedo en las canchas. Gracias Navarro, por ser La Bomba.
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