Hasta los años 80, en muchos lugares de España no era fácil encontrar ropa actual. Aparte de los muy especializados sastres de ropa masculina, las opciones eran limitadas. Las tiendas de moda rápida no dominaban las calles del centro de nuestras ciudades y no existían muchas boutiques – y ninguna franquicia- donde refrescar un guardarropa adecuado a cada edad y estación. Es por ello que las modistas de “casa” representaban toda una institución.
Yo solía subir al cuarto de la costura de casa de mis abuelos cada día de verano. Allí, Andrea y su ayudante montaban vestidos para mis hermanas y para mi, preciosos modelos que daban lugar a atuendos que para mi desgracia me tocaba heredar durante años. Las pruebas eran insufribles e interminables en el cuarto de la costura.
A la hora de forrar los botones de ciertas prendas, a menudo mis tías nos mandaban a la mercería para “cansarnos”; la experiencia era en efecto cansina porque en este tipo de establecimiento las señoras se nos colaban, vista nuestra corta edad y poco empuje; la espera se alargaba con nuestra distracción mirando las muñecas colgadas sobre el mostrador, la increíble y certera máquina de forrar botones en acción y las estanterías perfectamente ordenadas con cintas de pasamanería de todos los colores.
De aquel taller de costura casero no solo salieron estupendos pantalones de pata de elefante en pana azul marino para las tres hermanas – modelos más similares a las prendas de Courrèges que a los que llevaban las niñas de nuestro entorno – sino que además, cuando no había mayores alrededor, yo conseguía que Andrea me ayudase a acabar algún vestido para mis muñecas.
A menudo, me entretenía yo misma en confeccionar algún pañuelito con dibujos y mensajes para regalarle a mi padre, mientras ella se levantaba para colocarse por enésima vez las peinetas que conformaban su moño. Cosas de una España inolvidable. Mañana, las modistas “de cabecera”.
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