Hubo un tiempo en que una saeta de los grandes cantaores era más importante que un solo de corneta con el paso andando con cambios y desde luego mucho más auténtica y honda. Los cofrades conocían a quienes las cantaban y sabían los mejores lugares para esperarlos. En Córdoba había demasiados pasos sin música, pero entonces era mucho más frecuente que el silencio se rompiese con la voz de una saeta que bajaba desde un balcón o desde algún rincón de las aceras. Con Paco Castellón ha muerto una gran parte de la memoria de aquella época en que las saetas no eran el fósil de una época, que lo son ya o lo serán si nadie le pone remedio, sino una tradición fértil que se perpetuaba y en que los grandes enseñaban a quienes venían después.
Cuando la Semana Santa de Córdoba se renovó, dejó atrás las ruedas y empezó a traer bandas, y cuando ciertas formaciones empezaron a producir mucha más música de la que debían y podían asumir las cofradías, si es que todo era música, las saetas se fueron arrinconando. En parte por sus propios méritos, porque en los años noventa todavía quedaban aquellos que insistían en detener el paso mientras cantaban, pero sobre todo porque al nuevo cofrade, que flipaba con las Cigarreras y las Tres Caídas, le estropeaba el pellizco una saeta que evitara la marcha.
De mi conversación con Paco Castellón para un reportaje que hice en 2008 me quedé con una revelación dolorosa: la saeta antigua de Córdoba ya se había perdido. Él la había conocido en la voz telúrica y ancestral de María Zamorano «La Talegona», y era severa y profunda, distinta de la que hoy se canta en todas partes. «Más gregoriano que flamenco», dijo Pablo García Baena, que también la conoció y que sabía distinguir la saeta de verdad. Todavía quedan algunas grabaciones de esos cantos austeros y primordiales. Paco Castellón tenía que enseñar ya las saetas flamencas, que también se habían hecho en Córdoba, y que ahora son las únicas. Más de lo que se piensa, pero menos de lo que se desea.
Aquel día me quedó la sensación, y volvió cuando supe que había muerto, de que la saeta era una joya esquiva y frágil en la Semana Santa de Córdoba. Los medios de comunicación no éramos capaces de encontrarla por su ser imprevisible y tantas veces espontáneo; los cofrades la recibían como un regalo del cielo al estar en cierta esquina en el momento justo. Muchos sabían que ese era su sitio y no en los recitales de mantilla y traje negro. Se elevaba la voz, emocionaba a todo el mundo y el cantaor, aunque se llamase Churumbaque, dejaba el escenario y se integraba otra vez en la bulla. Hubo años en que saqué a la calle el micrófono de ABC Punto Radio y las grabaciones más plásticas y auténticas eran aquellas que tenían saetas, aunque no se escuchasen en la primera fila. No sólo por la estética: las marchas venían establecidas en un orden fijado al milímetro, pero esas oraciones de cinco versos podían brotar en cualquier lugar, y los que estaban allí podían dar gracias a Dios de que les hubiera regalado aquella casualidad. Era una vuelta a la Semana Santa impresivible y emocionante, a la que se hace entre las cofradías y el pueblo. Ahora que ha muerto el maestro que las enseñaba será hora de esperar el milagro de otra primavera en que la saeta vuelva a ser sobre todo un cante devocional que suene a Semana Santa y no una sección lírica en las marchas cada vez más flamencas.