Se la tengo que pedir. Cualquier día es bueno para que vuelva con mi librito arrugado, mi vaso del bar de San Pablo o cualquier otra cosa que pille a mano por la memoria. «Dame cera», le diré. «Nazareno, dame cera». Quizá sólo así vuelva sobre los pasos que con la edad di y para llegar a lo que fui siempre; lo que sospecho que ya nunca seré. Porque quizá sólo así redima la culpa y el pecado de haber dejado escapar la infancia del alma ante un nazareno y la inocencia en los ojos delante de cualquier paso.
Llegaré por un lado y le tocaré cauteloso el brazo, para que me atienda; o mejor de frente, que me vea llegar y vaya preparando el cirio. Con suerte hará un rato que no derrama parafina al suelo. ¡Qué desperdicio, con la de cosas que se me ocurren a mí para hacer con toda esa cera! Una bola, figuritas, derretirla… Aunque lo mejor sería poder darla yo. A ver si me dejan por fin salir con el capirote, que ya mismo cumplo ocho años. No sabe nadie las ganas que tengo de echarme a la cintura el cirio y hacer un moco de cera que cuelgue de lo más alto. Me lo llevaré conmigo, como una reliquia, cuando acabe la procesión, como supongo que harán esos nazarenos que no me lo quieren dejar cuando se lo pido por favor. Y daré cera a todo el mundo. Qué triste debe ser, sin ir en silencio, que no se te acerquen los niños en bandada, que es como voy con mis primos, que no te rodeen y te digan: «¿Me das cera, nazareno?». No sé de otro juego mejor. Ninguno me divierte tanto. ¿A quién se le ocurriría…?
Quizá fue invención de Sadeco. Pero no, bien pensado esto es cosa de niños. Por eso no me molestan y hasta gozo viendo en ellos aquello que la compostura no me deja hacer a mí, jugar a pedir la cera con ilusión mientras llega Cristo, irrumpiendo en el cortejo y «molestando» al nazareno, pero no más de lo que lo hacen aquellos a quienes su actitud infantil e inocente irrita, que ya sin el capirote también cruzan las filas pero sólo para llegar pronto al paso y comentar las faltas.
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