Tenía esta misma luz, el mismo aire casi empalagado de azahares exuberantes y un sol que iluminaba y se marchaba de la misma manera que declina a la hora en que estas letras se juntan. Se había terminado el presentimiento.
La espera embriagaba porque en ella no estaba el final y la consumación como una condena cierta, pero ahora, cuando el presagio dejaba de serlo para tornarse en realidad en la calle florecida de Dios y primavera, no cabía pensar en que lo que comienza en verdad no hace más que empezar a terminar.
Tenía esta misma luz que se va por el poniente y la ciudad parecía temblar como un corazón acelerado de emociones. Claro que se fue la tarde donde una cruz pasó curando soledades por la calle blanca, donde las manos rezaban entre naranjos y no entre olivos. Claro que el atardecer lento dejó un Cautivo abatido de túnica morada y otro silencioso vestido de blanco. Claro que vino la noche dorando la emoción de la Candelaria, y con la luna se abrieron otra vez, trágicas y sin embargo llenas de sentido, las puertas de las iglesias para tragarse luces, músicas, terciopelos.
Tenía el día esta misma luz y por los caprichos de la luna todavía faltan casi veinte anocheceres, siempre inocentes como un sueño de noche de Reyes, para que el paso vuelva majestuoso al mar de la multitud, para que se haga carnal el recuerdo idealizado donde ni los aplausos estorban demasiado ni puede sonar otra cosa que “Sangre en tus clavos”.
Cuaresmario