NB: Este artículo fue publicado anteriormente en El Economista.
Los primeros anuncios que el presidente electo Trump hizo sobre su equipo futuro no incluían el puesto más importante del gobierno, es decir, el secretario de Estado.
En primer lugar, Trump informó de que su vicepresidente electo, J. D. Vance, sería el responsable máximo del expediente Ucrania dentro de su gabinete.
Una vez que esta comunicación fue realizada, Trump anunció que Steve C. Witkoff y Mike Huckabee actuarán como su enviado especial para Oriente Medio y como el embajador de Estados Unidos (EE. UU.) en Jerusalén, respectivamente, y que Elise Stefanik será la embajadora de EE. UU. ante la Organización de las Naciones Unidas (ONU).
A continuación, Trump puso fin a la campañita de las élites de la política exterior estadounidense, apoyadas por los periódicos y por las cadenas de televisión tradicionales, que anticipaban a Mike Pompeo y a Nick Haley como personalidades que tendrían responsabilidades críticas en la dirección de la política exterior del gobierno de Trump.
Ninguno de los dos ocupará ningún puesto en la administración Trump.
Ese movimiento de Trump fue significativo porque Pompeo estaba promoviendo soluciones para la guerra en Ucrania que se alejaban de las condiciones listadas por el presidente Putin.
Pompeo favorecía la congelación del conflicto, la entrada de Kiev en la Organización del Tratado del Atlántico Norte (OTAN), la permanencia de Zelensky en el poder y la retirada de Rusia de las cinco regiones rusas que anteriormente fueron de la Ucrania creada en 1991.
Entonces, sólo entonces, Marco Rubio fue presentado como el candidato de Trump para una secretaría de Estado, cuya agenda y prioridades están marcadas, ya que Vance se ocupará de Ucrania, Witkoff y Huckabee, de Israel y del Oriente Próximo y Stefanik, de la ONU.
Si Trump cree que su impulso en favor de que EE. UU. sea suave con Rusia y duro con China contará con la complicidad de Putin está equivocado.
Moscú no negociará el estado privilegiado que han alcanzado las relaciones con su vecino más poderoso y la primera economía del mundo, a cambio de reiniciar el contacto con EE. UU., un adversario distante.
Washington y sus socios europeos muestran a Rusia desde 2008, si no, desde el final de la Unión de Repúblicas Socialistas Soviéticas (URSS), su hostilidad y que su palabra no es de fiar.
Esperar lo contrario sería de idiotas y de Putin no se puede decir que sea uno de ellos.
EE. UU. está dando vueltas alrededor del dilema de cómo presentar su derrota insoslayable en Ucrania y poder, a la vez, reclamar victoria.
Washington lleva décadas desde el final de la Guerra Fría iniciando guerras por motivos espurios y con misiones que incumple o que cambia sobre la marcha, pero siempre con una estrategia de salida lista para hacer frente a los fracasos.
Así fue en Yugoslavia, en Iraq, en Afganistán, en Somalia o en Libia.
El gobierno de Rusia, en cambio, y su pueblo, por igual, abordaron la Operación Militar Especial (OME) en Ucrania con sólo una palabra en mente, a saber, victoria, ya que todos los retos que emanan de este conflicto son estratégicos y existenciales para la nación rusa.
Vance debería alertar a Trump cuanto antes de que la motivación de Putin y de su gobierno nunca fue la de tomar territorio ucraniano.
Para Rusia la membresía de Ucrania en la OTAN es más crítica que el número de regiones que ya se han adherido o se puedan adherir en el futuro a la Federación de Rusia.
La guía de Rusia en todo este conflicto ha sido siempre la prioridad de seguridad estratégica de su país en su frontera occidental, es decir, en el este de Europa.
Así se puso de manifiesto en los documentos de entendimiento que Moscú envió a EE. UU. y a la OTAN, en diciembre de 2021, y en las negociaciones que Moscú mantuvo con Ucrania en Estambul, al comienzo de la OME, que Occidente saboteó.
El plan de Pompeo de congelar el conflicto, de invitar a Moscú a pergeñar un Acuerdo de Minsk, versión III, o de posponer la entrada de Ucrania en la OTAN a dentro de veinte años, como ya se hizo en 2008, no funcionará.
Rusia requiere de EE. UU. una solución permanente, no, una temporal, para evitar la repetición de la guerra en curso y que dé respuesta a sus demandas de seguridad, que giran alrededor de la amenaza inaceptable de la incorporación Ucrania a la OTAN, más que en torno a la captura de más o menos territorios de Ucrania.
El entendimiento de hoy en Moscú es que Ucrania continuará existiendo como país independiente, aunque no recuperará ninguna de las cinco regiones que se han adherido a la Federación de Rusia por haberse dejado guiar por EE. UU. y la OTAN hacia su destrucción.
Cuanto más tarde se acepte esta realidad, más se incrementarán los riesgos de que Ucrania siga perdiendo territorio a la izquierda del río Dniéper y, quién sabe, si a su derecha también.
Rusia no discutirá con EE. UU. sobre el futuro de los asuntos de seguridad regionales, incluyendo la de Europa, o globales hasta que no se haya solucionado el conflicto de Ucrania de acuerdo con sus necesidades de seguridad.
La guerra en Ucrania es para Moscú un problema del pasado que emergió tras la Guerra Fría.
El resto de los asuntos de seguridad son del futuro, aunque Rusia no los abordará hasta que sus necesidades en Ucrania sean satisfechas.
Este es el marco en el que van a operar el presidente Trump y, con él, el vicepresidente Vance, a no ser que Biden lo boicotee provocando una escalada en la guerra, al autorizar que Kiev ataque la retaguardia de Rusia con misiles estadounidenses de largo alcance.
La transición del gobierno de Biden al de Trump no será “pacífica”, como prometió aquél en una antífrasis perversa que anticipó cuáles eran sus intenciones verdaderas.
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