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La senda de Scalia

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La elección de Neil Gorsuch como juez del Supremo por parte de Trump no ha merecido tanta atención como el muro o la orden ejecutiva que establecía una temporal prohibición de entrada a ciudadanos de siete países, pero su importancia no es menor.
Gorsuch sustituye a Scalia y decanta la mayoría conservadora en el importante Tribunal, de una importancia más que americana. Y esa elección fue un interés personal y una promesa electoral de Trump y, yendo más lejos, una de los importantes asuntos de la campaña electoral. Cabe añadir aquí el habitual lamento de estos meses: ¿qué nos están contando?
El acto de presentación de Gorsuch fue también un homenaje a Scalia. El interés de Trump fue encontrar “lo más parecido”, y Gorsuch, según los expertos, es, no sólo conservador, sino además originalista del tipo textualista.
Esto es lo importante y lo que resulta fascinante desde España. El originalismo es una filosofía interpretativa del derecho, una hermenéutica constitucional, un modo de relacionarse con la ley por parte del juez. No sólo cómo leerla, sino hasta dónde. No fue una creación de Scalia, pero sí fue su “estrella”, quien más hizo por esa escuela.
Al parecer no es solo una cuestión de voluntad. Scalia tenía un talento especial y un magnetismo indudable que convirtió al originalismo en un elemento interpretativo central en el supremo. La importancia de su impronta personal ha despertado dudas entre los expertos acerca de si será posible un originalismo sin Scalia.

Originalismo no es necesariamente conservadurismo. Los hay liberales, y el resultado de las sentencias de Scalia no fue siempre en el mismo sentido. Tampoco es unívoco el originalismo: lo hay textual o intencional. Scalia era del primer tipo, y fue Dworkin, en una famosa discusión, quien le colocó la etiqueta de semántico.
Scalia interpretaba la constitución según lo escrito, el significado del texto en su momento. Lo precisaba incluso: el significado en el diccionario de la época. Los originalistas intencionales tienen en cuenta el espíritu, la intención del legislador, lo que quisieron decir. Scalia no iba tan lejos.
Interpreta la ley según el significado original, el del momento de redactarse.
Esa literalidad interpretativa tuvo unos efectos extraordinarios y se convirtió en una de las fuerzas de regeneración del conservadurismo desde los años 80 porque frenaba lo que Scalia llamaba el “activismo judicial”. La corriente positivista judicial de tipo liberal y progresista que consideraba la Constitución como algo vivo y en evolución. Para Scalia se trata de algo muerto. Constitución estatua, la llamó alguien.
Su estricta sujeción al texto, a la fidelidad del constituyente, establecía una nueva literalidad sobre un texto fundamental. Esa fidelidad minuciosa a la letra de los Padres Fundadores es, justamente, lo que estaba en juego en las elecciones: el desequilibrio en el Tribunal Supremo. O la senda de Scalia o la definitiva vía demócrata (tan del gusto de Obama) de jueces interpretando la constitución según los valores del momento en una adaptación sucesiva y progresista a las corrientes en boga.
El objetivismo de Scalia tiraba del poder judicial hacia atrás, como un peso gravitacional cargado de respeto por el momento histórico fundacional.
Es decir, el juez de tipo progresista añade sociología, filosofía a su interpretación del texto legal; Scalia no, Scalia añade historia y se apoya en la tradición. Los dos jueces que se disputaban el puesto eran calificados así: “tradicionalistas”.
Las implicaciones del originalismo son más amplias y tienen que ver con un sentido muy estricto de la relación entre poderes. Para Scalia, la “Constitución Viva”, la Constitución en evolución acaba significando la creación de derecho por los jueces. “Una mayoría que subordina su ley al juicio de nueve hombres no es propiamente una democracia”. Algo así escribió una vez.
El juez ha de interpretar lo que pone literalmente en el texto legal y si está en desacuerdo ha de abstenerse de enjuiciar: será el poder legislativo el que deba cambiar la ley. No hay espacio para la creatividad del juez, esa figura moderna del juez ampliador de derechos.
Si se piensa bien, se ve que Scalia, pese a ser católico y conservador, no era iusnaturalista. En realidad era otro positivista. Pero lo que hacía era remitir toda la creación de la ley al poder correspondiente, evitando el vicio moderno de una creación de derecho por la élite judicial.
Ley es lo que decide el pueblo que sea ley, diría, pero el pueblo, no un Tribunal actualizando los sentidos de la norma escrita según su criterio. Es decir, para Scalia había dos caminos: o “sentido original de la ley” o cambio jurídico por el poder legislativo tras el proceso correspondiente de persuasión, debate político, votación, etcétera.

Al propio Scalia no se le escapaban las limitaciones de su punto de vista, sometido a numerosas críticas. El asunto es riquísimo, el originalismo admite muchos grados y matices, y además tiene enormes implicaciones judiciales, políticas y también filosóficas.
Scalia era un defensor estricto del federalismo, de la limitación del imperialismo judicial, de la división de poderes y de la humildad profesional y no solo profesional.
“Los cristianos sinceros están destinados a ser considerados tontos en la sociedad moderna. Somos tontos por Cristo. Debemos rezar y pedir valentía para soportar el desprecio del mundo sofisticado”, dijo una vez.
En cierto modo, muy lejano, muy matizado, una porción del originalismo consistía en atacar también el peligro de una élite judicial imponiendo normas al pueblo. Algo nos suena aquí, donde el Constitucional camina ya como un constituyente permanente. Me voy a permitir aquí el brutal atrevimiento de pensar que en la fidelidad al legado de Scalia estaba también, con todos los matices del mundo, la dimensión judicial del populismo de Trump.
El “mundo sofisticado” (metan aquí a ciertas élites, pseudo-élites, los Zweig de saldo que afloran cómicamente, y la consabida estructura progresista e intelectual), ese “mundo sofisticado” tampoco ha observado con detenimiento (o quizás sí) que, entre las explicaciones del triunfo de Trump también estaba esta decisión en apariencia poco importante, pero definitiva para el rumbo general de ese país y quizás del mundo. Porque algunas cosas o las salva Estados Unidos o ya no las salva nadie, y quizás eso explique la atmósfera de encrucijada que para ciertos votantes tenían estas elecciones.
Entre los “radicalismos” que se enumeran en el trumpismo se olvida, y no es pequeño, la fidelidad literal a la Constitución americana y al legado de sus Padres Fundadores.

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