hughes el 02 ago, 2017 La baja calidad de nuestro esperma es una noticia recurrente. Es la típica noticia basada en alguna prueba científica que desconocemos completamente. Sabemos que es ciencia, pero el resultado ya hace mella de una forma moral. Eso de la “calidad” parece una medida plausible de nuestra virilidad. Los niveles descienden año tras año y no nos sorprende. Ni siquiera nos alarma. En realidad es un drama, pero lo vamos interiorizando de un modo silencioso y pacífico. La actitud es de una falta de esperanza desoladora. La confianza en nuestro propio fluido es escasa. Esto afecta un poco al acto en sí (acto-en-sí) pues el momento de la eyaculación siempre tiene algo de expectativa renovada, de fragua pletórica. En esto el porno ha hecho mucho daño. Es como si fuéramos a expulsar titanio líquido, lava incandescente del Vesubio, cuando en el fondo sabemos (los implicados saben) que la calidad es ínfima. Es como tirar los dados sabiendo que no hay cincos ni seises. En esto, la caridad de la otra parte merece ser aplaudida. El temor al embarazo es otra parte más del teatro amoroso. Para fecundar con solvencia habría que eyacular en la Sierra (en altitud, como si preparáramos el Tour) y llevar corriendo el tarrito al CERN. Se forma con esto una especie de círculo vicioso: cada vez somos más suaves y la noticia además refuerza la sensación de suavidad. Es una putada, porque además perdemos espermatozoides pero se nos sigue cayendo el pelo. La testosterona tiene efectos meramente capilares, la muy puñetera. Es un clamor no confesado que entre ser calvos o estériles elegiríamos lo segundo. ¿Quién se despoblará antes, la España interior o nuestros testículos? No solo habitamos una decadencia, es que nos habitan decadencias a su vez. Podemos apuntarnos a boxeo o entumecernos un rato en el gimnasio, pero el holocausto seminal está programado. Aquí la ciencia sirve como traductor moderno de certezas, porque mirando a nuestros abuelos ya sabíamos que éramos unas nenazas. Y no es por tener que vivir en un entorno asegurado de 23º o quejarnos de músculos que solo aparecen en el lenguaje deportivo. Es algo espiritual, mental y lo de la calidad lo certifica. Por eso callamos. Y no será porque no nos avisaron. Ya en la niñez algo se escuchaba. La gaseosa mataba glóbulos blancos y los vaqueros ajustados los espermatozoides. Los heavies no hacían ni caso y por eso eran la gran tribu nihilista. Verles era como ver el parricidio de sus futuros hijos. Les daba todo igual. Entre los pantalones y las litronas, que mataban neuronas, se debían sentir por dentro como un episodio de Érase una vez la vida, ese Juego de Tronos celular. Ahora no sabemos qué es concretamente, si los pesticidas, el stress, la alimentación… Intuimos que de alguna forma la calidad de nuestro semen no será la misma hasta que no recuperemos el auténtico sabor de los tomates. Al final es una forma de conectar nuestro organismo con el medioambiente, de interiorizar del todo la culpabilidad capitalista. El semen lo tenemos como el aire, como la capa de ozono. Es una forma de hacernos conscientes de la deriva medioambiental. Cualquier día eyacularemos algo color “cielo de Pekín”. Algo turbio y mortecino. Llegados a este punto debe de haber ya “negacionistas” del asunto. Si los hay del cambio climático, ¿cómo no los hay del cambio “espermático”? Es para sospechar. ¿Cómo es que nuestros niveles no paran de descender? ¿Tendrá algún límite?¿No habrá ni por casualidad un año de buena cosecha? ¿Cuál será el equivalente del deshielo polar, que se nos licue un huevo? ¿Está Al Gore también detrás del asunto? actualidad Comentarios hughes el 02 ago, 2017