Jesulín de Ubrique, torero y “padre de la hija” de Belén Esteban, ha defendido la fiesta del Toro de la Vega con un argumento absolutamente pertinente: “Yo defiendo las tradiciones”. Inmediatamente se ha convertido en teté y han empezado a lloverle insultos, que es para lo que sirven las redes sociales. Las redes cumplen esa función social y hay gente que pasa por allí cada mañana para sentirse insultada, que escarba en ellas hasta buscar el tuit que les permita sentir la indignación, la chispa de la vida pública.
El caso es que Jesulín ha demostrado mucha inteligencia. El revuelo acerca del Toro de la Vega era sospechoso. Si molesta el sufrimiento animal, el concreto padecimiento de ese animal, tanto como el maltrato de ese toro debería molestar el diario y masivo abuso animal. Pero importa ese toro en tanto símbolo. Se trata de adueñarse de la agenda política señalando (prohibiendo) los hitos de una sensibilidad aborrecible y exterminable. Ahora las vestiduras se rasgan por ese toro, que no responde a una utilidad comercial o alimenticia, sino a un festejo popular, carpetovetónico y más o menos (remotísimamente) ligado a la tauromaquia. Un festejo macho, bárbaro y con una resonancia de badajo cazurro.
Y la gran razón para defender esa absurda costumbre festiva es la tradición, la tradición jesulinesca. Frente al dolor de un único animal, es decir, frente al hecho real de unas reacciones en el sistema nervioso de un animal, frente a esa incontestable realidad química, Jesulín aporta al debate algo muchísimo más importante: la tradición. Es decir, un cierta noción de continuidad. O mejor: el deber de continuidad. Yo en el Toro de La Vega quiero ver el suelo de lo transmitido, la realidad de lo preexistente, frente al imperativo grito de la sensibilidad abolicionista que impone sus melindres sobre lo ya establecido y hasta reglamentado. La reacción más sensata ante el hecho es la de Jesulín: respetar la tradición, se participe o no.
Además hay algo curioso. Esa sensibilidad abolicionista es global, sin jurisdicción: es lo humano, lo humano animalista, que quiere prohibir algo local, reglamentado y municipal. ¿Es que aquí no hay fueros que valgan?
Los antitaurinos españoles tienen a mi juicio un problema: la escasa presencia del toro en los dibujos animados. Mi animalismo, por ejemplo, es absolutamente disney y también se cimenta sobre los documentales de La2. La disneyficación animal me ha ayudado a ser animalista, especialmente gatófilo. Los documentales me han aproximado a un amor delibesiano a los animales exóticos y/o salvajes. Pero el toro… a mí por toro me viene el toro que mató a Paquirri y Ferdinando, que he visto poco o nada en los dibujos. Yo no lo vi y mi sobrina no lo ve y, perdonen, pero mi animalismo es humanistico y antropocéntrico. Sólo a través de lo muy humano llego al animal. No entiendo el animalismo a lo Jane Goodall, que es muy propio de los abolicionistas. Llego antes al amor al toro a través de la poetización (a menudo infecta) de los taurinos, que a través de esa especie de imperativo jurídico-biológico de los animalistas, que me quieren presentar el loro como loro pleno de derechos, cuando yo amo al loro en tanto cosa mía, loro propio, mío, al que yo doy cosas, valores y derechos, ¡como a un loro liberto!
Mi última pasión animalista no es el toro, sino el loro. Poco a poco.
Los antitaurinos son de una gran cejijuntez. No recurren al toro Ferdinando, como deberían, y proponen un horizonte temible de tradiciones arrasables en función de una sensibilidad urgente, melindrosa, actualísima, que se quiere imponer, además, nada democráticamente (es decir, callejeramente). Jesulín ha demostrado una gran inteligencia y, francamente, ha elevado el debate. A mí, para empezar, me ha planteado una duda (¡currupipi político!): ¿Cómo se revoca una tradición (legal) mientras haya quien quiera continuarla?