La foto que ilustra este post es de un arroz con huitlacoche y gusanos del maguey que sirve el cocinero de Guanajuato Bricio Domínguez en su nuevo restaurante en Ciudad de México llamado PALOMA. Un ejemplo de cómo toda una generación de cocineros mexicanos ha apostado fuerte por la recuperación de los productos prehispánicos, los de la cocina popular, la de la calle, para incluirlos con éxito en sus cartas de alta cocina. Como Bricio, Daniel Ovadía, Enrique Olvera y tantos otros están haciendo un gran trabajo. En este tercer y último post de la serie que recoge mis experiencias gastronómicas de este año en México les voy a hablar de cuatro comidas en otros tantos restaurantes de la capital federal, desde esa excelente y modesta taquería que es EL FAROLITO hasta PUJOL, al que la peculiar lista de las aguas minerales sitúa nada menos que en el puesto número 20 del mundo y que me sigue pareciendo un restaurante muy sobrevalorado. Por medio, dos agradable sorpresas en establecimientos de apertura más o menos reciente: el ya citado PALOMA y MORABLANCA. Junto a las comidas en BIKO y en GUZINA OAXACA que les contaba en el primer post de esta serie, unas pinceladas que me permiten, un año más, hacerme una idea del estupendo momento por el que pasa la gastronomía en México y especialmente en su capital.
EL FAROLITO. Entre las varias taquerías que merecen la pena en Ciudad de México, esta es la que más me gusta. Hay varias en la ciudad, pero está muy bien la de la parte baja del paseo de la Reforma, con un ambiente absolutamente informal y unos tacos al carbón estupendos. En esta ocasión probamos los de cochinita pibil, de pastor y de bistec, además de unas carnitas de cueritos (la piel del cerdo encurtida) y unas buenas quesadillas. Con cuatro cervezas, poco más de 10 euros por cabeza. Además, abre hasta la madrugada.
PALOMA. Bricio Domínguez, el cocinero de Guanajuato, ha desembarcado en un enorme local de la avenida Masaryk, en el corazón de Polanco, con grandes ventanales sobre la calle. Abrió en febrero, y no lo ha hecho en buen momento porque las tremendas obras en la avenida dificultan, como al resto de importantes restaurantes de la zona, notablemente el acceso, además de los ruidos y otros problemas. Bricio llega al DF para demostrar a sus colegas de la capital, que hasta la fecha le han dado bastante la espalda, que su nivel de cocina está a la altura de todos ellos. Y así me lo demostró. Platos frescos y casi siempre ligeros, con muchos ingredientes prehispánicos y un uso frecuente de ese fruto de un cactus tan habitual en Guanajuato llamado xoconostle y que el cocinero utiliza para dar acidez a sus elaboraciones sin necesidad de limón u otros cítricos.
Mucho nivel en el plato de setas de San Miguel de Allende marinadas y con un atún macerado en cinco chiles. Luego el xoconostle en dos elaboraciones: con una fritura de quelites y de chiles guajillos fritos en una crema de aguacates y cilantro; y como aliño de un pato deshilachado con maíz y un potente caldo con mezcal. Sobresalientes los dos. Más ingredientes prehispánicos en el peculiar, y sabroso, arroz con huitlacoche y gusanos del maguey, con un elote tostado como complemento. Y para seguir con los insectos, un chile relleno de escamoles y piñones con jalea de agave, picante y delicado a la vez. De postre, un correcto bizcocho de maíz. Francamente bien (salvo los margaritas, muy mejorables). De precio, salimos a unos 700 pesos por cabeza, alrededor de 45 euros.
MORABLANCA. Daniel Ovadía triunfó hace unas semanas en el hotel Villamagna de Madrid en ese excepcional menú verde y negro que ofreció junto a Rodrigo de la Calle. Les decía en el post que le dediqué, que para mí se trata del cocinero mexicano con mayor proyección. Además de PAXIA, donde hace su cocina moderna, la que le define, abrió hace poco más de un año este Morablanca, en la calle Emilio Castelar, en Polanco. Un local con una enorme y cuidada terraza. Aquí, el cocinero cambia completamente de registro y hace una sorprendente apuesta por una cocina de corte absolutamente clásico, europea en general y afrancesada en particular. No busquen cocina mexicana, porque no la hay. Ovadía da protagonismo a los fondos, a los glaseados, a todas esas técnicas de alta cocina que no deberían desaparecer. Le une además un servicio de sala de alta escuela, tan clásico como la carta, que emplata casi todo en las mesas, desde trinchar un jarrete hasta limpiar un pescado a la sal. Y con una coctelería a la altura (de los mejores margaritas de este viaje) que incorpora para México el carro de ginebras con las que hacen unos gin tonics bastante historiados. Llama la atención el jamón de Joselito, que se lleva hasta la mesa y allí se lonchea delante del cliente, bastante bien por cierto. Eso sí, a precio mexicano: 60 euros la ración.
Absolutamente ortodoxa la sopa de cebolla, muy rica. Toque libanés con las hojas de parra rellenas de cordero con yogur al limón. Y clasicismo total en unas codornices con higos, muy bien salseadas, y en las manitas de cerdo (“pied de cochon” en la carta) rellenas con morillas. Ambos platos, impecables. Y en los postres, más flojos, el mismo clasicismo: tarta frasier y milhojas de avellana. Un buen carro de tés para el final. Y variados mezcales. La comida, sin bebidas, el vino dispara la cuenta, sale por 600 pesos, unos 36 euros. Lleno hasta la bandera, con un ambiente muy de Polanco, o lo que es lo mismo, mucho nivel económico.
PUJOL. Se lo decía al principio, me parece un restaurante sobrevalorado. No digo que se coma mal, todo lo contrario, pero no llega al nivel de excelencia que cabría esperar del que muchos consideran el mejor de México y el 20 del mundo. He comido en este viaje al mismo o mejor nivel en BIKO o en PALOMA. Carísimo además. No hay más opción que un menú degustación al precio de 1.250 pesos, que con cóctel de entrada (algo habitual en aquellas tierras) y vinos se va sin problemas a los 2.000 pesos por persona, unos 120 euros. Por si fuera poco, el comedor es enormemente ruidoso, reforzado por una música a muchos decibelios. El servicio de sala, eso sí, de los mejores de la ciudad. Impecable.
El menú tiene ocho pasos, en tres de los cuales se da la posibilidad de elegir entre tres opciones. Como aperitivo un raspado (granizado) de hinojo y lima con demasiado hielo, lo que hace complicado de comer. El segundo son las botanas, cuatro: elote con mayonesa de hormiga chicatana y chile costeño; aguachile de semilla de chía con aguacate y sal de gusano; bocol huasteco (una gordita con queso, pico de gallo y chile); y chicharrón de col rizada (hojas de col fritas). Los mejores, el elote y el bocol. Los otros dos muy flojos. Tercer paso, puerro asado con escamoles y mayonesa de tuétano, muy delicado. El cuarto es un plato muy vegetal con alcachofa, colinabo, espárragos, coliflor y col, verduras todas al dente y ligadas con un mole de brócoli.
En el quinto paso, tres tacos a elegir: de langosta, chorizo, frijol y hoja santa; de barbacoa, adobo de hoja de aguacate, chícharo, cacao y salsa de chile serrano; o de hongos ahumados, berros y semillas de jitomate, con salda de cebolla y chile. Los tacos son una gran especialidad de Olvera y los que probamos (los dos últimos) estaban francamente buenos. También hay que elegir en el siguiente plato entre esquite de trigo y queso oreado; panza de de cerdo frita o pesca del día. El esquite simplemente correcto. El pescado era pez vela, acompañado por un chile de agua relleno de tartar del propio pescado, con puré de aceituna kalamata. Buena combinación, aunque lo mejor, la tortilla que los acompañaba.
Como remate, Olvera sorprende con una comparación de moles. Uno hecho en el día. El otro, “mole madre” recalentado durante 390 días y con una enorme complejidad. Uno envuelve al otro. Un juego divertido que permite comprar su color y su sabor, tan diferentes. El prepostre es una extraña mezcla de pepino, melón verde, gelatina de yogur y helado de limón. No me gustó nada, dominado todo por el fuerte amargor del pepino. También se elige el postre, en nuestro caso un brioche con frutas de temporada y mozarella que tampoco pasará al recuerdo. Tienen una excelente carta de mezcales y una completa bodega. Optamos por un riesling alsaciano 2011 de Leon Beyer, uno de los más asequibles de la carta. Aún así esos 2.000 pesos por persona de que les hablaba. ¿Cenamos mal? En absoluto. ¿Buenos platos? Varios. ¿El número 20 del mundo? Qué quieren que les diga.
COCINA FAMILIAR. Otra forma de comer en México es conocer la cocina casera de las familias burguesas. En casa de unos parientes pudimos probar crema de cilantro, huachinango a la veracruzana y crema de zapote con helado de guanábana. Con unos interesantes vinos de la Baja California.
UN DESAYUNO. Los sábados en la zona de San Angel, en la plaza de San Jacinto, se monta un curioso mercadillo de pintores. Además hay allí un centro de artesanía de calidad. Los mexicanos del DF van allí a comprar y antes desayunan, al estilo local, una barbaridad, en dos restaurantes que montan un enorme bufet: Shak o San Jacinto. Se trata más bien de un brunch a lo bestia, con una larguísima mesa en la que se ofrecen todas las especialidades mexicanas: quesadillas, gorditas, tortas de manitas, nopales con chorizo, chicharrones prensados y todo tipo de guisos. Muy interesante.
UN MERCADO. Imprescindible visita al de Coyoacán. Todos los productos mexicanos a la venta y muchos puestos de cocina popular callejera para descubrir tantos y tantos platos ricos.
UN HOTEL. El Hotel de Cortés, en la esquina de Hidalgo con Reforma. Una casa antigua colonial, con enorme patio central, rehabilitada como hotel boutique. A un paso del centro histórico de la ciudad. Precios razonables. Y en la terraza un sitio muy moderno para tomar copas o picar algo.
UNA TIENDA. En Polanco, calle Alejandro Dumas. Se llama Mercado Capital. Espacio gourmet con amplia variedad de tequilas y, sobre todo, de mezcales de calidad. También tiene restaurante.
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