No es fácil escribir año tras año de EL CELLER DE CAN ROCA sin repetir adjetivos. En dos décadas se van agotando las palabras para definir al que es el mejor restaurante de España y uno de los grandes del mundo. A ese espacio que con los años se fue redondeando hasta llegar a un punto de excelencia difícilmente igualable. La armonía perfecta entre cocina, bodega y sala tiene en la casa de los Roca su máxima expresión. Pero a pesar de todo, los hermanos no se duermen en los laureles. Su afán perfeccionista hace que cada año haya un giro de tuerca en los platos (en ocasiones poco apreciable, en otras muy evidente) y también en el servicio que se ofrece a los clientes. La satisfacción del comensal como objetivo fundamental, por encima de cualquier otra consideración. Y el comensal, cuando se levanta de la mesa tras una larga sesión de disfrute, sale muy satisfecho. El viaje, en ocasiones desde la otra punta del mundo, ha valido la pena.
En el menú de esta temporada seguimos encontrando esa cocina precisa, de máxima delicadeza que es santo y seña de Joan Roca. Cocina con mayúsculas. Pero también detalles nuevos que llaman la atención a los que tenemos la suerte de comer allí todos los años. Uno de esos detalles es el mayor protagonismo de la sala, favorecido por la apuesta que se hace por las piezas enteras, piezas que luego hay que trinchar y emplatar a la vista del cliente. En nuestro menú hubo dos destacados, favorecidos porque la nuestra era una mesa de seis comensales. Primero una escórpora al vapor rellena de algas y anémonas con un suquet ligero. El pescado, entero, se presenta primero, antes de limpiarlo y emplatarlo. Más tarde se sirven en un plato las distintas piezas de la cabeza, una disección al estilo de las que hace Aitor Arregui con los rodaballos en Elkano. Al margen del espectáculo, la escórpora está buenísima. La segunda pieza entera es un pato ahumado a la naranja. También entero, se trincha y se sirve la pechuga acompañada de naranja y nueces.
Un segundo detalle que me llamó la atención del actual menú es la apuesta por la casquería. Siempre existió en la alta cocina, pero muy disimulada. En los últimos tiempos se está registrando una recuperación de esta cocina de los despojos (con casos radicales como el de Francis Paniego en Echaurren o el recién estrellado Javi Estévez en La Tasquería). Una tendencia a la que se suma ahora Joan Roca. Se atreve incluso a meter en los aperitivos unos sesos de ternera con bearnesa de lima y un xialongbao de callos. Magníficos los dos, sobre todo para aquellos a los que nos encantan estos productos. Aún habrá más. En la parte media del menú, un tartar de sepia “a la brutesca” con hinojo marino encurtido se acompaña con un guiso de riñón de conejo, espléndido plato. Y al final, con la becada, aunque más habitual, un brioche de sus interiores. Me gusta esta nueva faceta en la que se asume un riesgo pero con estupendos resultados.
Un tercer detalle, aunque no es nuevo, es la implicación entre platos y bodega. La colaboración de Pitu Roca con sus hermanos para conseguir resultados muy especiales en los que el vino y la comida se conjugan en una sola referencia. La hoja de palomino en tempura con almendras y manzana; la ensalada roja que combina vinagreta de higo y uva de garnacha roja, pimiento asado, gel de sisho rojo, cebolla morada, apio y cilantro; las dos pizarras, una gris de calabaza a la trufa blanca y la azul de cebolla y berenjena fermentada, que representan diferentes tipos de suelos donde crecen las vides, son buenos ejemplos de ese juego entre el sumiller y los cocineros, logrando platos sabrosos, perfectamente integrados con los vinos.
Dentro de un menú muy amable y accesible hay un par de platos más provocativos, que se mueven en el límite. Uno es el salsifí cocido en un caldo de tendones de ternera con tuétano, mole poblano, regaliz balsámico, genciana y ciprés. Sabores extremos que se combinan con unas gotas de Trafalgar 1805, también un vino extremo que es la aportación de Pitu a esta provocación de sabores radicales.
El otro es la “dorada dorada” (foto que encabeza el post), un plato que suscitó un animado debate en la mesa. El pescado, con su piel aparentemente dorada en una leche de arroz y sake, con tofu de almendra tierna y lichi encurtido. Un guiño oriental que levantó disparidad de opiniones entre mis compañeros de mesa, gente experta en esto del comer. A algunos les entusiasmó, y consideraban que era la versión de un niguiri. Otros, por el contrario, lo asociaban a un arroz de dieta. Personalmente me quedé a medio camino. Excesivo considerarlo un niguiri, aunque su espíritu oriental estaba bien claro, pero demasiado sabroso para ser un arroz de dieta. En cualquier caso una discusión muy interesante en torno a un plato complejo y arriesgado que no deja indiferente. Pitu lo acompañó con un vasito de sake.
No les canso con todo el menú, que incluyendo aperitivos y postres se fue a los 32 pases, aunque la sensación final es de mucha ligereza. En las entradas, mención especial para el taco de cochinillo tai con papaya; para la olivada, un juego fresco con diferentes aceitunas y piparra; y para ese brioche de trufa blanca, pura delicadeza, que es ya un clásico de El Celler y que no me cansaría de comer nunca.
Del menú principal, fantástico el plato de setas. Qué bien juega Joan Roca con los productos del Otoño, caza y setas, que son los que definen a los mejores cocineros. Distintas setas, cada una con su preparación y guisadas todas en jugo de ternera: amanita cesárea con huevo, negrilla con hinojo, boletos anisados, y níscalo con piñones y pino. Sobresalientes también las angulas “al tartufo”, angulas del delta del Ter con trufa blanca simulando ser un plato de pasta. Refinamiento absoluto y máxima elegancia con la piel del rodaballo y su pilpil, para mí uno de los tres mejores platos de la comida.
Otro espectáculo la anguila del Delta del Ebro ahumada, presentada en una espuma de ajo y pimentón. Y, por supuesto, la caza. Me gusta ir a El Celler en esta época por esos platos que suelen rematar el menú y con los que Joan alcanza cotas muy altas. El pato que antes les citaba, la espléndida becada con el brioche de sus interiores, y la royal de liebre a la royal son un broche impresionante para la parte salada, antes de introducirnos en el mágico mundo de los postres de Jordi Roca.
Postres en los que siempre hay un elemento de juego, un recuerdo de la infancia. En este caso es la sopa de lápiz con goma de borrar, cuyo sabor trae a la memoria aquellas gomas de borrar que formaban parte del equipo escolar, las Milan Nata. Un guiño divertido. También es un guiño el flan chino Mandarín. Buenísimo. Como lo es la tarta al whisky, que Pitu acompaña con un whisky preparado “a la tarta”. Más formales, pero igual de ricos, el de higos y mató con caramelo de miel, inspirado en el postre tradicional catalán, y “Del cacao al chocolate”, un degradado de diferentes chocolates con una enorme complejidad técnica.
La parte líquida fue abrumadora. Prácticamente un vino para cada pase. En cantidades muy comedidas, sí, pero la visión de la mesa con todas las copas agrupadas asustaba. Desde un Salón 2002 que abrió la comida hasta un fondillón 1930 de Poveda que la cerró, todo un viaje por las regiones que Pitu Roca más ama. Manzanilla, fino, oloroso, varios champanes y riesling, distintas zonas de Francia, saltos a Chile y Estados Unidos, un viaje a los clásicos blancos riojanos con el Castillo de Ygay 1986 o algunos de los destilados que él mismo prepara. Una muestra de la que es una de las grandes bodegas de España y del mundo. A la altura de un restaurante que sigue brillando con luz propia en el firmamento gastronómico mundial.
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