Mi amigo José María Íñigo me ha invitado a comer hoy en el Asador Ansorena, uno de esos restaurantes de toda la vida a los que me refería ayer y en los que, al margen de críticas y reseñas periodísticas, se sigue comiendo muy bien siempre que uno no se salga de lo establecido. Ya saben: alubias de Tolosa, cocochas de merluza rebozadas y un chuletón de vacuno gallego excelente, con el tiempo adecuado de cámara para madurarlo. Todo bajo la atenta dirección de uno de los hermanos Ansorena, Rafael. Bien, a lo que iba. Nuestro tema de conversación principal han sido los jóvenes cocineros. Los propietarios de restaurantes cuentan escandalizados como cada vez que necesitan cubrir una plaza en la cocina se presentan una legión de jovencísmos muchachos (algunos que ni siquiera han cumplido los veinte años) que además de pedir de entrada un sueldo en torno a los 2.500 euros (lo que no gana ni un ingeniero recién licenciado), presumen de haber estado en El Bulli y otros importantes restaurantes (donde a veces sólo han pasado un par de días mirando), y se muestran dispuestos a hacer una carta llena de espumas y deconstrucciones. Pero cuando se les pregunta si saben hacer unas lentejas, o elaborar salsas básicas, ponen cara de asombro y se sienten muy ofendidos. Porque naturalmente, casi ninguno sabe. Así está nuestra cocina, llena de genios.
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