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Blogs El pintor de batallas por Augusto Ferrer-Dalmau

Las expediciones de Alonso de Ojeda

Las expediciones de Alonso de Ojeda
Augusto Ferrer-Dalmau el

Por David Nievas Muñoz  (Licenciado en Historia y Asesor histórico de Augusto Ferrer-Dalmau)

 

El conquense Alonso de Ojeda ya había destacado bajo las órdenes de Colón en La Española (Santo Domingo y Haití) desde que llegara en el segundo viaje colombino (1493) y especialmente por su participación en la Batalla de la Vega Real (1495), poco antes de la cual consiguió apresar al cacique taíno Caonabó, alzado en armas contra los españoles desde la destrucción del Fuerte de la Natividad.

Ojeda, que sería conocido como “el caballero de la Vírgen”, no se conformó con estar a las órdenes de los colones, por lo que a su regreso a España firma sus propias capitulaciones con los Reyes Católicos, zarpando una numerosa flota destinada a confirmar los relatos colombinos de grandes riquezas en las nuevas tierras. Fue esta la famosa expedición donde Juan de la Cosa y Américo Vespuccio se desgajaron de la armada principal para continuar bordeando hacia el sur las costas de lo que al florentino no le cabía duda que se trataba de un nuevo continente, y no el extremo de Asia Oriental como había defendido Colón hasta el momento.

 

 

Se llevaron de vuelta a la Española esclavos y perlas de las que se extraían en la región, provocando sin embargo un conflicto con los colones (que a la sazón estaban construyendo “La Isabela”, primera ciudad castellana en las Indias) por las capitulaciones separadas y la falta de oro y riquezas en cantidad significativa. Ante esta situación, Ojeda decide volver a España y firmar un nuevo acuerdo con los monarcas, armando cuatro carabelas en asociación con dos mercaderes sevillanos.

De esta manera, en enero de 1502 parte con sus naves hacia la última zona que había explorado, evitando por el camino el Golfo de Paria. Se adentra más allá, a las costas venezolanas, hasta llegar a la Península de la Guajira, donde en la actual Playa Honda funda el primer asentamiento europeo en el continente americano, Santa Cruz, con el título que los reyes le habían otorgado, el de gobernador de Coquibacoa. Y aunque el asentamiento fue malogrado por la hostilidad de los indios (que les tuvo bajo asedio durante meses e hizo huir al propio Ojeda de vuelta a La Española, donde sería encarcelado hasta su liberación en 1504), sirvió como el resto de “viajes menores” para situar en su justa medida la veracidad de los exagerados relatos colombinos y sentar las bases de lo que sería la exploración, conquista y colonización de Tierra Firme.

En todo este proceso, Alonso de Ojeda tuvo un papel fundamental como uno de los primeros “conquistadores” que exploraron y se asentaron en el territorio con ayuda de la fuerza de sus huestes y el apoyo de la corona y otros poderes fácticos del momento. Terminó, empero, sus días de forma muy humilde con el hábito de San Francisco, vencido por la enfermedad en el monasterio de la orden en Santo Domingo, en el año de 1515.

Augusto Ferrer-Dalmau plasma en un nuevo y luminoso lienzo uno de los desembarcos del “caballero de la Vírgen” en la zona de la Guajira y Playa Honda, 1502. Con su usual maestría y asesorado por el que estas líneas escribe, sabe captar con gran solvencia un momento y un lugar, con todo lujo de detalles.

Una barca traslada al conquistador hasta la playa, desde la carabela visible al fondo. Tira de ella un naboría, indio taíno “de reparto” de los naturales de la isla de La Española (Santo Domingo), quizá en la esperanza de que sirviera de “lengua” (traductor) con los habitantes de la región, algunos de los cuales eran de su mismo tronco lingüístico y cultural. Le ayudan marineros y soldados vestidos a la usanza de finales del siglo XV y principios del XVI, tan diferentes del estereotipo de conquistar que acostumbramos a imaginar: jubones con brahones, sayos sobre calzas enteras, gorras de media vuelta, bonetes e incluso el gorro de armar del ballestero que está junto a Ojeda, que se ha quitado la celada en ese momento. Una vestimenta, apariencia y armamento propias de la Castilla de los Reyes Católicos, la de Juan del Encina y la Celestina. Abundan los rostros afeitados y las melenas cortas, según era la moda en Castilla, aunque asoman las primeras barbas, de las cuales se nos informa era costumbre dejársela en las Indias por el impacto que provocaba en los naturales, y que también podemos ver en el rostro de los soldados en las representaciones de la Toma de Orán, acaecida por aquellos años.

Muchos de los soldados y marinos visten sencillos zaragüelles, una suerte de pantalón corto propio de campesinos, marinos y trabajadores que quedó fosilizado en algunas vestimentas tradicionales peninsulares, mientras que otros lucen entalladas calzas cuyas agujetas las unen a sus jubones, tapados o no por sayos, prenda utilizada en Castilla hasta la década de 1540 (tal y como nos informan las ilustraciones de Christoph Weiditz). Se arman ligeros como otras huestes de Indias, pues cada cual aportaba su material y los capitanes compraban el que podían para repartirlo entre sus hombres, endeudándose en muchos casos antes de la partida de la expedición. Camisas de malla, todavía en uso, algunos petos, celadas, capacetes con “orejeras” y mantos de obispo (protecciones de malla para el pecho sobre el resto de la armadura) conviven con soldados que solo visten su ropa de a diario, con espadas como arma más popular, jugada sola o con un broquel (pequeño escudo metálico redondo para la mano izquierda, que portan dos de los soldados), mientras que otro carga una adarga de cuero (de tradición morisca) de su tiracol a la espalda. No hay picas, pues estas tardaron en llegar y usarse en las Indias, pero sí lanzas y alabardas más aptas para el combate en entornos cerrados o selváticos como al que han arribado.

Como armas a distancia, se presenta a un escopetero (que no arcabucero) con su mecha y sencilla llave de serpentín, y a un ballestero con el cranequín preparado para armar la cuerda y una aljaba abierta con sus saetas. Las armas de fuego generaban un gran impacto psicológico entre los guerreros indígenas, al menos hasta que se acostumbraban a ellas, y aunque no tenían mucho alcance se complementaban con la mayor precisión de la escopeta (de menor calibre que el arcabuz pero de mayor precisión a distancias de combate) y el alcance y buen tino de las más populares ballestas. Muchos de los soldados que llegan a estas ignotas tierras llevan, en sus cintos o en la trabilla de sus escarcelas, valiosas dagas que servían tanto en lo mundano como en lo militar.

Ojeda y sus hombres contemplan la costa de lo que habrá de ser su nueva gobernación, decidiendo donde habrá de fundarse el primer asentamiento capitulado con los reyes. Les esperan, sin saberlo, unos meses infernales en aquellas tierras tropicales.

 

 

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