Por Yeyo Balbás . Asesor del cuadro y autor de COVA DONNICA
Recrear en pintura la batalla de Covadonga supone un auténtico desafío. No sólo se trata de un enfrentamiento armado que las crónicas describen con brevedad y múltiples añadidos legendarios, sino que, además, el siglo VIII forma parte una época oscura, conocida vulgarmente en la Anglosfera como Dark Age, a causa de la escasez de fuentes documentales. Incluso los términos más correctos, Tardoantigüedad o Alta Edad Media, evocan un momento intermedio entre dos periodos —el mundo clásico y la época medieval— que cuentan con una imagen popular mucho más asentada. Por tales motivos, el imaginario sobre Covadonga, que comenzó a fraguarse en el siglo XIX, ha mudado entre otorgar a Pelayo y sus hombres una estética «bárbara», fruto del mestizaje visual entre los germanos que invadieron el Imperio romano y unos indómitos montaraces astur-cántabros, o bien ha reproducido la iconografía del caballero feudal de la Plena Edad Media.
Estas visiones resultan desacertadas, por diversos motivos. Aunque Heinrich Brunner consideró que la «caballería pesada» europea habría surgido a raíz de las reformas de Carlos Martel tras su victoria en Poitiers (732), en realidad, en el siglo I d. C., los sármatas y otros pueblos de las estepas ya contaban con jinetes acorazados, provistos de lanzas y armaduras de escamas. Un recurso militar que el ejército romano acabaría adoptando, al igual que los godos tras asentarse en las planicies del Mar Negro, y se impondría en la Spania visigoda. Hacia finales del siglo VII, una ley militar del rey Ervigio (Liber iudiciorum IX, 2, 9) establece que, en caso de guerra, la nobleza hispanogoda debía acudir a la guerra con una décima parte de sus siervos…
…una parte de ellos protegidos con corazas (zabis) y lorigas (lorici), y la mayoría provistos de escudos, espadas, cuchillos (scramis), lanzas y saetas, y también unos cuantos con hondas y otras armas que quizá hayan recibido recientemente de su amo o señor.
Nos encontramos, por tanto, ante tres clases de tropa. Las armaduras suponían el rasgo distintivo de esta caballería pesada formada por los séquitos armados de los nobles, los sayones y los bucelarios; unos guerreros de oficio que servían a su señor a cambio de unas tierras o bienes en usufructo. La segunda categoría, sin duda la más numerosa, combatía a pie, con la panoplia característica de la infantería de línea de la Alta Edad Media, en una formación conocida como «muro de escudos», que las fuentes latinas mencionan como acies, phalanx o testudo, denomianda bordweall en antiguo anglosajón y skjaldborg en antiguo nórdico. El tercer tipo de combatientes eran honderos cuya misión consistía en otorgar apoyo a la infantería de línea con sus proyectiles.
El formidable aspecto de un «jinete pesado» visigodo nos es descrito en El Cantar de Waltario (v. 333-340):
En cuanto a él, se reviste de la loriga como un coloso, se coloca sobre la cabeza el yelmo de rojo penacho y se ajusta las grebas a las potentes piernas. Después se ciñe una espada de doble filo al costado izquierdo y, según es costumbre en Panonia, otra al derecho, pero ésta que no hiera al contrario más que por una parte. Entonces, empuñando la lanza con la diestra y embrazando el escudo con la siniestra, se apresura a salir de aquella odiosa tierra.
No debemos pensar que semejante descripción reflejara algo más que una reducida élite aristocrática. Hacia esta misma época, la Lex Ribuaria, un conjunto legal de los francos, establecía el valor de una loriga de malla en doce sueldos, el de un escudo y una lanza en dos, y el de una espada en tres. En comparación, una vaca costaba un sueldo. Incluso armar a un peón suponía una inversión considerable y la caballería pesada suponía una ultima ratio a nivel de armamento. En el ámbito musulmán, el historiador al-Tabarī constata que, hacia el año 704, en la provincia del Jorasán, sólo había 350 cotas de malla entre 50.000 soldados árabes e iranios. Lo cual puede aportar una idea de la proporción imperante. Estas preciadas armaduras pasaran de padres a hijos, a modo de herencia, y los textos mencionan a nobles empleando la de sus bisabuelos. Un fenómeno similar se constata en el mundo carolingio, donde la brunia o lorica con frecuencia es referida en los testamentos aristocráticos. En el ámbito hispano, Álvaro Soler del Campo ha destacado la ausencia de representaciones de armaduras en el arte mozárabe del siglo X: la cota de malla sólo se popularizó en la centuria siguiente, gracias a las mejoras en las técnicas metalúrgicas y a la difusión del feudalismo. En virtud de este sistema de organización social, el caballero recibía un feudo de su señor a cambio de una prestación militar; y esto le permitía costear el caballo de guerra y la onerosa panoplia.
Junto a las cotas de malla, formadas por miles de anillas de hierro remachadas, podemos constatar que, en las postrimerías del reino visigodo, estaban en uso las armaduras laminares, construidas a partir de cientos de placas de hierro unidas mediante cordones. El registro arqueológico hispanogodo documenta restos de dos protecciones de este tipo. Una de ellas, datada a comienzos del siglo VII, fue descubierta en Cartagena, la capital de la provincia bizantina de Spania. El otro ejemplar procede de Ruscino, un poblado fortificado, próximo a Perpiñán, donde se hallaron restos de láminas bajo un cadáver fechado entre 656 y 769. Tales armaduras son de origen asiático y su presencia en Europa occidental parece responder a un influjo oriental; en este caso, a la irrupción de los ávaros, un pueblo de las estepas.
Los yelmos del siglo VIII tampoco se asemejaban a los bacinetes bajomedievales que muestran las pinturas de Luis de Madrazo. A partir del tercer siglo de nuestra era, el ejército romano adoptó nuevas tipologías de yelmos fabricados en secciones remachadas; un sistema mucho más sencillo que forjar una cúpula de hierro en una sola pieza, que sólo reaparecería a finales del siglo X. Entre los yelmos segmentados de época de Pelayo destacaba el spangenhelm, un casco cónico de cuatro secciones unidas a un armazón metálico, en ocasiones provisto de carrilleras, además del broadband helmet, otro modelo semiesférico construido a partir de bandas anchas de metal. Existen vagas menciones en los textos a cascos de cuero que, al ser de un material perecedero, no se han conservado en el registro arqueológico, aunque en la necrópolis de Aldaieta (Álava) apareció un refuerzo de hierro en forma de H.
Es posible que parte de la infantería hispanogoda contara con yelmos, aunque, al igual que las armaduras corporales, su empleo parece más propio de los séquitos montados de la aristocracia. Algo similar ocurre con la espada: aun considerada privativa de la nobleza —al jefe de la guardia de los reyes visigodos se le llamaba spatharius—, el reciente hallazgo de un ocultamiento en Staffordshire (Inglaterra), un botín de guerra que incluye 560 apliques decorativos de espadas, ha demostrado que, en la Britania del siglo VII, este arma resultaba mucho más común de lo que simeple se había pensado. La presencia de una empuñadura de espada del siglo VII, como material de relleno en un silo en la aldea de Arroyo Culebro (Leganés), parece confirmarlo. Aun así, las armas blancas más comunes debían ser un cuchillo largo que, conocido como seax, scramaseax o scrama, experimentó entre los siglos V y VII un progresivo incremento de tamaño hasta convertirse en un sable recto sin guarda, como los ejemplares de Cueto de Camino (Cantabria), o los alaveses de Salbatierrabide y Aldaieta. Las hachas suponían otras armas baratas: hacia el siglo VII, la francisca, un arma arrojadiza, dio paso a modelos más robustos de tipo barbado, como el descubierto en la cueva cántabra de Las Penas. A pesar de que, en el mundo hispanogodo, los enterramientos con armas resultan raros, los tipos de armamento parecen responder, en definitiva, a los mismos patrones que el resto de Europa occidental.
La hueste de Pelayo debía de estar formada por un núcleo de guerreros de oficio bien armado, obles hispanogodos y sus bucelarios, junto a lugareños con un equipo más bien «paramilitar»: escudos ligeros, lanzas, hachas y scramas, hondas y fustíbalos, además de un buen número de armas arrojadizas, como las jabalinas, cuyo diseño conocemos por los ejemplares gerundenses de San Julià de Ramis y Puig Rom. Sin duda, este armamento ligero debió de resultar útil en un tan terreno abrupto y boscoso como el del monte Auseva. El resultado de esta labor de documentación permite renovar la imagen de uno de los enfrentamientos armados más emblemáticos de la historia militar española.
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