Hay novelas de guerra, que cuentan las hazañas de un bando y de otro, de los conflictos y enfrentamientos armados o diplomáticos en los que se vieron sometidos por la lucha y defensa de una causa o país, o simplemente, por el hecho de sobrevivir. Pocas ahondan en los momentos íntimos, de pensamientos que rondan la cabeza que aquellos soldados que tuvieron que formar parte de una barbarie como la Segunda Guerra Mundial.
El 27 de enero del pasado año, falleció a los 64 años el escritor francés Hubert Mingarelli (1956-2020), singular novelista de pluma modesta y verbo diferente, campeón de aquello que no se puede eludir, como la crueldad refinada y el minimalismo, que han hecho su firma diferenciada. Viajero precoz, marcado por la lectura de Jack Kerouac y Jack London, Mingarelli no dejó nunca de soñar con horizontes donde el hombre aprendía a descubrirse a sí mismo, a conocerse y a encontrar su lugar en el mundo.
Con su última novela traducida recientemente del francés por Laura Salas para Siruela, La tierra invisible es un texto conmovedor, diferente, práctico y esencial. Bajo el paraguas de las palabras directas y certeras de Minagerlli, el autor logra trazar una retrato ensombrecido y reflexivo que cae como tormenta apocalíptica, sobre aquellos que tuvieron que vivir una guerra, aunque sea en el momento justo en que ha terminado, pero eso no quita, que todavía se puedan ir viendo cenizas de todo ese incendio de violencia que pasó por esos lugares en los que se encuentran y que gracias a los fotógrafos se han podido difundir las imágenes.
Es el tórrido mes de julio de 1945, pocas semanas después de la derrota nazi, en la localidad alemana de Dinslaken al borde del Rin, que está ocupada por los aliados, un fotógrafo de guerra inglés se resiste a regresar a casa mientras cubría los últimos coletazos del hundimiento del Tercer Reich, siendo así testigo de la liberación de uno de los campos de exterminio. Pensaba que ya lo había visto y fotografiado todo, pero había algo en su interior que le decía que faltaban cosas por hacer y ver. Ahora, incapaz de retomar «una vida normal», de concebir incluso que algo así pueda volver a existir después de lo ocurrido, decide recorrer el país fotografiando a la gente frente a sus hogares, tratando así de comprender, de individualizar al pueblo que consintió la barbarie nazi y encontrar una respuesta.
Mujeres, hombres, niños, ancianos, recién casados… ¿No vieron nunca nada? Mingarelli aborda el tema a través de la cámara y la mirada del fotógrafo, cuya función es dar testimonio, pero que se encuentra desamparado, solo. El susto deja a los hombres sin palabras y al fotógrafo indefenso, mientras los hombres avanzan entre los cadáveres grises descubiertos en el campo de exterminio. ¿Cómo salir de ese país y volver a casa con esas imágenes que no pudo fotografiar y que lo atormentan? ¿Cómo mantener a raya las pesadillas y esa visión de los muertos que parecen que están empujando con sus piernas las lonas que los soldados han colocado sobre sus cuerpos?
La tierra invisible de Hubert Mingarelli cuestiona hechos, actitudes, palabras y testimonios imposibles. ¿Qué pasó? ¿Dónde están esos monstruos que lo provocaron? En ninguna parte, responde el novelista, describiendo la extraña búsqueda de este fotógrafo en el campo alemán, que intenta plasmar con su cámara respuestas en la banalidad de la vida de personas que han vivido, activas o no, junto a la masacre.
El novelista provoca que la cámara fotográfica actúe como protagonista y excusa para retratar e intentar poner valor intimo a ese paisaje y a esas gentes, de buscar y encontrar un significado humano a lo que pasó. Bajo una tensión de miradas e incertidumbres de dichas gentes, dos hombres comulgan con el mismo asombro frente al horror que descubrieron. No logran expresar con palabras su emoción, ni volver a esa normalidad perdida, atrapados en el mismo dolor. Imposible decir lo que vieron.
En definitiva, es una obra que con frases cortas y otras muy largas, a lo largo y ancho de sus casi 130 páginas, en una escritura que se dilata en el tiempo y que va dando saltos, Mingarelli describe la estupefacción de los soldados, privados de palabras, ante el espectáculo del infierno, mostrando así el enriquecimiento de su prosa escueta que le otorga aún más valor y una solidez narrativa muy alta, por esa gran capacidad para atrapar al lector con una historia que aparentemente parece insignificante. Hay que decir que ocurren muy pocas cosas en su relato, pero la narración se amplía con esa gran capacidad metafórica del autor. Esta novela breve obliga al lector a reflexionar sobre las víctimas, los verdugos y los que acompañaron a dichos ejecutores, porque no solo pueden ser (presuntamente) culpables aquellos que disparan un arma o dan una orden, sino todos los que llegan a participar de forma pasiva en un acto de violencia.
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