No podemos delegar nuestra responsabilidad educativa como padres. Hace poco leía en un interesante artículo la opinión de un padre que afirmaba lo siguiente: “Los padres queremos tanto a nuestro hijos que no los podemos educar; por eso los llevamos al colegio para que sean otros los que lo hagan por nosotros. Por eso los llevamos al colegio, donde nos los educan, les exigen, les ponen límites, los castigan, les dicen que no y los corrigen, cosa que no podemos hacer nosotros, justamente por ser sus padres”. No puedo estar más en desacuerdo con esta afirmación, menudo disparate. Precisamente esa es nuestra función como padres: educarlos para sacar lo mejor de nuestros hijos y acompañarlos en este proceso. Y si para ello debemos ponerles límites, exigirles, decirles que no, etc. tendremos que hacerlo. Como muy bien destacan Pilar Guembe y Carlos Goñi “Llevamos a los hijos al colegio no para que nos los eduquen sino para que nos ayuden a educarlos”. De esto hablo en mi libro “Familia y Escuela. Escuela y Familia”.
Hemos dicho sobreprotección, pero es la desprotección más absoluta: el niño llega al insti sin haber ido a comprar una triste barra de pan, justo cuando un amigo ya se ha pasado a la coca.
Sorprende que haya tanta literatura médica y psicopedagógica para afrontar el embarazo, el parto y el primer año de vida, y se haga un hueco hasta los libros de socorro para padres de adolescentes, de títulos sugerentes como Mi hijo me pega o Mi hijo se droga. Los niños de entre dos y doce años no tienen quién les escriba.
Desde que abandonan el pañal (ya era hora!) hasta que llegan las compresas (y que duren), desde que los desenganchamos del chupete hasta que te hueles que se han enganchado al tabaco, los padres hacemos una cosa fantástica: descansamos. Reponemos fuerzas del estrés de haberlos parido y enseñado a andar, y nos desentendemos hasta que nos toca ir a buscarlos de madrugada en la disco. Ahora que por fin volvemos a poder dormir, y hasta que el miedo al accidente de moto nos vuelva a desvelar, nos echamos una siesta educativa de diez o doce años.
Alguien se estremecerá pensando que este período es precisamente el momento clave para educarlos. Tranquilo, que por algo los llevamos a la escuela. Y si llegan inmaduros a primero de ESO que nadie sufra, allí les esperan los colegas de bachiller que los sobreespabilarán en un curso y medio, máximo dos. Al modelo de padres que sobreprotege a los pequeños y abandona los adolescentes nadie les podrá acusar de haber fracasado educando a sus hijos. No lo han intentado siquiera.