«El mundo se divide en dos categorías: los que encañonan y los que cavan. El revólver lo tengo yo, así que ya puedes coger la pala». ¿Y usted qué elige? La frase es del inimitable Clint Eastwood, leyenda viva del cine, en «El bueno, el feo y el malo». ¡Qué obra magistral! ¿Por qué no se hacen ya pelis del Oeste así?
La división de este grande del séptimo arte se podría aplicar al toreo y a este San Isidro. Hay toreros que han salido con las balas chispeantes, con las “pistolas” de capote, muleta y espada calibradas. Y de un disparo son capaces de dejar KO. Algunos tienen la habilidad de resucitar con más fuerza. Y otros directamente han salido sin revólver o con la pólvora mojada. También los hay que matan al enemigo antes de tiempo, antes de que suene el último disparo. Y que cada cual ponga nombres (de arriba, de abajo y del medio)…
Eastwood está de celebración (85 tacos) y nos recuerda que «cada hombre debe conocer sus limitaciones» («Harry el sucio»), que debe saber que cuando se deja la puerta abierta «pueden entrar los perros equivocados» («Infierno de cobardes») y expulsar a «los más fieles». La inigualable estrella, de esas que ya no brillan, advierte de que un «sheriff debe ser valiente, honesto y leal», sobre todo cuando la vida está en juego y ya se sabe que «La muerte tiene (tenía) un precio».
Para los que hablan de ganaderías de garantías o de descalabro, un quite de «El principiante»: «Si quiere una garantía, compre un tostador».
Hubo una época en la que se dice que los héroes eran íntegros. Ironías del destino: «Me gustan los héroes de hoy, con sus debilidades, su falta de rectitud moral y su toque de cinismo. En tiempos del código Hays no podía disparar hasta que no te disparaba otro. Pero si alguien intenta matar a mi personaje le pego un tiro por la espalda». De frente y por derecho, por favor…
No habría lija tan potente como para suavizar las arrugas del rostro sagrado del Oeste ni betún suficiente para oscurecer su pelo. Palabra de Clint, natural como el mejor toreo, sin artificios ni medias tintas. Entre sus frases míticas, el bruto ingenio de «El sargento de hierro»: «Somos cabrones de pelo corto con queroseno en vez de sangre». Si la sangre corría sin marcha atrás, ahí estaba el «Sin perdón»: «Cuando matas a alguien no solo le quitas todo lo que tiene, sino también lo que podría llegar a tener». En el toreo se puede matar sin muerte, cuando lo ganado en el ruedo no tiene recompensa luego. Por un mísero puñado de dólares y una ración de intereses… Y no hablamos de San Isidro, hablamos en conjunto, de la temporada que vive y pasa. No es de extrañar que cada cual vaya a lo suyo: «Por encima de todo, protégete a ti mismo» («Million dólar bay»).
Pero los grandes luchan y persiguen una hazaña conjunta, aunque la epopeya sea en un desierto a solas. «Los marines siempre buscan hombres de verdad» («El sargento de hierro»). Y en esa brutalidad de corte vulgar y transparente, no escondía el soldado férreo lo que le asqueaba la alabanza en plan paripé: «Si un día Powers se para de repente, te encontrarás detrás lamiéndole el culo»). ¡Con lo que le asqueó a los más grandes el moneo, el roneo y el peloteo! Salvo que, como advertía el propio Eastwood en ese filme, la aspiración sea convertirse «en un civil».
Algunos aún no pierden, ni perdemos, la fe. Yo aún creo en la ley terrenal de los justos (y en la divina). La justicia («cada cual tiene su recompensa y también paga por sus estafas -de muchos tipos las hay, que no todo son dólares ni oro-») de los que amamos el western. «¡Venga, alégrame el día!» (Harry el sucio).
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