Debió de ser en marzo de hace cinco o seis años cuando vi «Una jornada particular», una pelÃcula de Ettore Scola estrenada en 1978 y protagonizada por Marcello Mastroianni y Sophia Loren. El argumento era sencillo: dos vecinos de un inmueble de las afueras de Roma se quedaban solos en sus casas el dÃa que el resto de la ciudad acudÃa a saludar un desfile de Mussolini y Hitler, con la única presencia de una portera camisa negra y una radio propagandista y vociferante. Lo interesante era lo que sucedÃa entre los desconocidos, que se encontraban de manera inesperada y se entendÃan con esa naturalidad que surge entre dos personas que comparten circunstancias y sensibilidades, aunque lo ignoren. No voy a entrar en detalles ni a destripar el argumento. El caso es que, cuando la pelÃcula terminó, tomé la decisión de ver todas en las que saliera Mastroianni, que hacÃa una actuación contenida, divertida y triste. También me leà una biografÃa suya y sus memorias.
Tengo la tendencia, compartida con prácticamente todo el mundo, de ver solo las cosas positivas en alguien que me cae bien. De Mastroianni puedo resaltar unas cuantas, más referidas a su biografÃa que a su calidad como actor, que casi nadie cuestiona pero sobre la que no me atrevo a emitir un juicio por mi falta de conocimientos en esas lides.
Mastroianni nació en un pueblecito cercano a Roma en 1924, vivió en TurÃn y terminó en la capital italiana, donde pasó la adolescencia y parte de su juventud. Tuvo una infancia de hijo de familia más bien pobre, con unas cuantas penurias y teniendo que luchar para salir adelante como fuera posible. En la Segunda Guerra Mundial vivió algunos altercados, y terminó protagonizando una fuga de los alemanes que acabó en una azotea de Venecia, donde se ocultó junto a un amigo. Logró éxito con actor cuando rondaba los 40 años, gracias a “La dolce vita”, y gozó desde entonces del desahogo económico y la fama mundial, que creo que llevaba bien a medias.
Mastroianni siempre fue fiel a su niñez. Le agotaban los discursos intelectualoides y no entendÃa por qué los actores pretendÃan hacer un drama de su profesión, aventurándose por senderos psicológicos mohosos y diciendo que se identificaban con sus personajes de manera tortuosa. Para él, actuar era un «juego», una labor agradecida, bien pagada y no especialmente mortificante. DebÃa de compararla con la tarea de su padre carpintero, que sà que era ardua. Mastroianni nunca se perdÃa en reflexiones de altos vuelos y tenÃa un temperamento carnal: le gustaba comer, los amigos, las mujeres, dormir, contemplar un paisaje, la naturaleza, fumar. Le horrorizaba la idea de la muerte porque disfrutaba de la vida.
Hoy, que es lo que ha motivado esta pequeña entrada, he descubierto el testimonio de una mujer que solÃa encontrarse con él en la plaza de Saint-Sulpice, una de las más bonitas de ParÃs. Contaba la señora, que responde al nombre de Christiane: «Un hombre encantador. Me cruzaba a menudo con él hacia Saint-Sulpice. VivÃa al lado de la plaza. Se paseaba, se sentaba en un banco y miraba a los transeúntes, sonriendo a los que le reconocÃan».
Cuadra con mi imagen de él.
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