En estos días de sangre y fuego recuerdo con añoranza mi primer viaje a Kiev, que constituyó toda una revelación. Aunque ya sabía que se trataba de la tercera ciudad más importante de la antigua Unión Soviética, tras Moscú y San Petersburgo, ¿quién podía sospechar que en el confín más oriental de Europa se hallara una urbe tan atractiva y singular, tan acogedora y agradable, tan artística y moderna, tan elegante y vital, tan oriental y europea, al mismo tiempo?. Si todas las grandes ciudades del mundo pueden resumirse en una sola calle que proyecta su vitalidad, su elegancia y su esplendor; si Nueva York relumbra en Broadway, París se refleja en los Campos Elíseos, Barcelona impresiona con el señorío de su Paseo de Gracia y Zurich alinea las más caras boutiques de Europa en Banhoffstrasse…, Kiev muestra lo mejor de sí misma en el soberbio bulevar Kreschatik, una arteria amplia, elegante y arbolada, en la que los kievitas compran, trajinan y pasean orgullosos a la sombra de añosos castaños.
Cuando la ciudad fue tomada por los alemanes durante la Segunda Guerra Mundial, los rusos minaron todos los edificios de Kreschatik, dando por sentando que los oficiales germanos se instalarían en ellos. A los pocos días, las bombas comenzaron a estallar accionadas por control remoto y las casas se vinieron abajo, convirtiendo el bulevar en un montón de ruinas. Apenas terminada la contienda, se convocó un concurso para rediseñar la avenida más representativa de la ciudad. Ganó, ¡cómo no!, un proyecto soviético que alineaba edificios de dudoso gusto, pero de indudable solidez. Afortunadamente, los árboles cubren ahora gran parte de las fachadas y lo que destaca es el diseño, la enorme amplitud del paseo, que se aproxima a los cien metros de anchura, y el obelisco y la plaza de la Independencia, punto universal de encuentro, el famoso Maidan donde tuvieron lugar las manifestaciones de la ‘revolución naranja’. Durante los fines de semana, el tráfico queda cortado en toda la extensión de la avenida, de más de un kilómetro de largo, mientras una incesante riada de paseantes cubre todo el asfalto.
Kiev, construida sobre boscosas colinas en la margen derecha del río Dnipro, presenta una interesante y difícil orografía. El núcleo original, fortificado en su época, constituye la llamada Ciudad Alta, donde aún queda en pie la Puerta Dorada, una potente construcción de ladrillo, con una iglesia en lo alto, que era la entrada principal de la ciudadela. El resto de las defensas, de madera, no han sobrevivido. Muy cerca, se alza, pintada de amarillo rabioso, la Catedral de San Vladimir, rey y santo, que introdujo el cristianismo en la Rus. Pero la gran catedral de Kiev es Santa Sofía, una pequeña ciudad dentro de la ciudad, que albergaba la residencia obispal, un monasterio y la inevitable torre barroca que contrasta sus suaves tonos azulados con el blanco de las paredes del templo, el verde de los tejados y el dorado de las cúpulas que podían verse desde cualquier punto de la ciudad.
Hay ciertamente un marcado toque oriental en Kiev que se refleja en las cúpulas encebolladas de sus numerosos templos y monasterios, pero predomina el hálito europeo que desprenden sus barrios aristocráticos y algunos rincones afrancesados, como el famoso Andreyevsky Spusk, una empinada y retorcida cuesta que desciende hasta Podol, el antiguo barrio portuario a la orilla del río, donde los artesanos y artistas venden al público sus obras en plena calle. Para los kievitas, enamorados de su ciudad, aquello es una especie de Montmartre, un barrio bohemio presidido por la vistosa Iglesia de San Andrés, desde cuya explanada se domina una espléndida panorámica de la ciudad baja, y el Castillo de RicardoCorazón de León. Allí mismo, en lo alto de un promontorio cortado sobre las aguas, se alza el gigantesco Arco de la Amistad, uno de los monumentos más característicos y visitados de Kiev. Fue construido durante la época soviética y ¿se imaginan que amistad consagraba el arco?… Efectivamente la amistad entre el pueblo ruso y el ucraniano. Sin comentarios.
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