Es un rito anual de los madrileños huir de la capital en masa en cuanto se acerca el tórrido agosto. Hay, sin embargo, quien sabe disfrutar de una ciudad apacible, acogedora y envuelta en un silencio desusado. Pasear por sus calles desiertas sin oír otra cosa que los alegres trinos de los pájaros constituye un raro placer que muchos apreciamos. Con el lento discurrir del estío se produce también, tal vez por mimetismo, un apaciguamiento interior en el que los vertiginosos pensamientos y emociones desembridadas de los días de acción y prisa dan paso a esa calma chicha, tan balsámica, que le lleva a uno a comprender que la corrosiva ansiedad, ese vivir sin vivir en sí que tanto inquietaba a Teresa de Jesús, no es más que una aceleración del tiempo interior. En agosto uno vive sin angustia el aquí y ahora, mientras el resto del año la mente, desembridada y acelerada por secretas ambiciones, se debate entre dudas y miedos. Sentirse libre de cualquier desvelo, angustia o preocupación es uno de los raros privilegios que uno disfruta en este Madrid felizmente aletargado. El alba siempre me encuentra meditando, absorto en el misterioso vaivén de una respiración pausada, que bien podría ser la expresión del pulso cósmico. En la nada está el todo y allí no cabe ningún afán. El propio Buda nos advirtió de que la causa de todo dolor son los deseos insatisfechos, lo que equivale a decir que nadie encontrará la felicidad hasta no dejar de perseguirla.
Bajando a la tierra, hay placeres mundanos que estoy seguro de que muchos lectores compartirán conmigo. Uno de ellos es entregarse sin reservas en manos de alguna masajista tailandesa. Hay muchas y muy buenas en la capital, pero uno tiene sus preferencias. Tanutcha lleva más de diez años entre nosotros. Durante lo más duro de la pandemia cerró el centro y buscó refugio en su país, pero acaba de regresar. El otro día recibí un mensaje suyo invitándome a conocer Sangpanya Salud, su nuevo lugar, que dicho en castellano suena algo así como ‘champán y salud’, aunque en realidad es su apellido y significa ‘luz’ en tailandés. Está en Arriaza, 10. A punto de entrar, mire ociosamente hacia la derecha y vi la mole impresionante del Palacio Real sobre los jardines de Sabatini. Giré la vista al otro lado y me topé con la pendiente arbolada que marca al confín oriental del Parque del Oeste. Bastó cruzar el umbral para sentirme transportado a otro mundo de músicas y aromas exóticos, donde la relajación es instantánea. En una sala interior inmaculadamente limpia y escrupulosamente desinfectada las manos de Tanutcha ejercieron su embrujo y pasé las dos horas siguientes sumido en un nirvana que debe ser muy parecido a eso que los creyentes llaman paraíso. Si aprecian los masajes de calidad no dejen de pasarse por este lugar. Me agradecerán el consejo.
Otra de mis masajistas tailandesas favoritas es Kwantida. Lleva muchos años en Madrid y está casada con un español. Durante mucho tiempo estuvo en la calle Velazquez, pero ahora se ha instalado en Silva, 5, a un paso de la Gran Vía. La elegante decoración de sus instalaciones, ricas en maderas talladas, recrea con acierto un ambiente genuinamente thai. Sus salas, amplias e impecablemente limpias, están preparadas para recibir a todo cliente con el ritual tradicional del lavado de pies. Cuenta con un equipo de magníficas masajistas experimentadas que observan rigurosamente el espíritu budista de servicio y respeto. Todo es ordenado, silencioso, eficaz y encantador. El mayor objetivo de cada una de las terapeutas no es otro que tratar a cada cliente como si fuera el propio Buda. Con eso está todo dicho. Se lo recomiendo sin vacilar.
Por la tarde, una visita al Thyssen y una parada ante el Mata Mua de Gauguin me llevaron a rememorar algunos episodios de su vida en las Islas Marquesas. Gauguin no era famoso ni tenía dinero cuando vivía allí. Adoraba la vida natural y desinhibida de sus habitantes y le encantaba la accesibilidad de las doncellas maoríes, que amó sin restricciones. Tuvo un hijo con una joven de catorce años, cuyos descendientes viven aún modestamente en la localidad de Eiaone, donde se encuentran los más importantes sitios arqueológicos de las islas. Me contaron allí que cuando su madre se la ofreció con trece años, el pintor, azorado, solo acertó a preguntarle “¿Quieres vivir conmigo?”. Ante la respuesta afirmativa de la niña, la madre resolvió que viviría con él sólo dos semanas, al cabo de las cuales, si no estaba contenta, volvería al hogar familiar. Instada a decir algo, la menor le planteó sin titubeos “¿Eres bueno?”. Gauguin confesaría más tarde que fue la pregunta más difícil que le habían hecho nunca y que sufrió un auténtico calvario antes de poder balbucir “Si, creo que si”.
Sobre un pequeño altozano, mirando al mar, se encuentra el cementerio donde descansan, muy juntos, por azar, los restos de Gauguin y Jacques Brel. Nadie hizo tanto para dar a conocer esta isla al mundo como las luminosas y coloridas pinturas del artista francés, mostrando la espléndida desnudez de sus doncellas en un paraíso de flores y playas. En justa correspondencia, el pueblo de Atuona, donde habitaba, ha reproducido una réplica exacta de la casa en que vivió, para que los visitantes puedan saber de primera mano sus hábitos y costumbres, sus gustos en materia de mujeres (exquisitos, por cierto) y sus peleas con el obispo de la diócesis, a quien acusaba no solo de destruir la pureza e inocencia de la cultura maorí, sino de robarle las mejores concubinas. Todo ello lo reflejó en divertidos bajorrelieves en madera que adornaban la fachada de la casa.
En fin, que en Madrid se veranea muy bien. Soy muy consciente de las infinitas posibilidades de la noche madrileña, pero ya les anticipo que, para mi, ninguna como irme temprano a descansar. Paso muchas horas leyendo y escribiendo durante el día y, cuando llega la noche, me basta encender la televisión para que me entre un sueño invencible, así que ahí lo dejo. ¡Que ustedes lo pasen bien!
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