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Blogs Crónicas de un nómada por Francisco López-Seivane

En Goroka, la sorprendente “capital” de las Tierras Altas de Papúa

En Goroka, la sorprendente “capital” de las Tierras Altas de Papúa
Francisco López-Seivane el

Tras unos días deliciosos descubriendo aldeas bucólicas en la costa, llega el momento de adentrarse en las montañas de Papúa, un universo fascinante, distinto, hosco, cerrado, de cuya existencia nada se sabía hasta hace apenas unas décadas. Cuando Mick Leahy, un buscador de oro australiano al frente de una expedición, se topó en los años 40 con una tribu desconocida en las proximidades de la actual Goroka, no podía ni imaginar que casi ochocientas tribus y cerca de dos millones de individuos habitaban diseminados por los escondidos valles y colinas que ondulan el altiplano entre altas sierras y una tupida vegetación.

La variedad de complementos con que se adornan las tribus de las tierras altas de Papúa es asombrosa/ Foto: F. López-Seivane

Desde que la isla fuera descubierta en el siglo XVI se había dado por supuesto que todos sus moradores vivían en la costa y nadie habitaba en las inaccesibles montañas de la cordillera central. Sin embargo, el hallazgo de Leahy no dejaba lugar a dudas: los altos valles selváticos de aquellas sierras habían sido habitados por numerosas tribus que vivían en la Edad de Piedra desde hace 40.000 años. Papúa se convirtió de pronto para los antropólogos en lo que Atapuerca es ahora para los paleontólogos, una impagable fuente de información viva sobre nuestro pasado.

Cada tribu tiene su estética particular. Hasta hace poco ni se conocían entre si/ Foto: F- López-Seivane

El viaje de Madang, en la costa, a Goroka, en la montaña, no es fácil. Para empezar, en la terminal aérea te pesan en una báscula como a un cerdo, con el equipaje de mano incluido, algo muy común en los minúsculos aeropuertos locales que motean la geografía de Papúa. Después, hay que esperar de cualquier manera la llegada, siempre incierta, de la avioneta. En muchos aeropuertos remotos del interior ni siquiera hay vuelos regulares, sino llegadas ocasionales de avionetas con cuyos pilotos hay que negociar un asiento sobre la marcha. En este caso, tengo que volar primero a Lae, absurdamente mucho más lejos que mi destino, y, desde allí, retornar a la capital de los Eastern Highlands (Meseta Oriental).

La terminal del aeropuerto de Goroka (1.600 m. de altitud) es un chamizo donde a duras penas cabe media docena de personas, pero ese es el número máximo de  pasajeros que suelen llegar cada día en los pequeños aviones de Airlink. Lo más llamativo, sin embargo, es que se encuentra en pleno centro de la población. De hecho, uno de los entretenimientos favoritos de sus ociosos habitantes es sentarse en el parquecito que hay a la cabecera de la pista para ver aterrizar y despegar los escasos vuelos que se posan allí. Nadie me esperaba, ni había taxi alguno a la vista, así que no tuve más remedio que informarme de la ubicación del hotel y arrastrar las maletas como pude por el desconchado asfalto de la carretera. No fue fácil ese paseo entre miradas recelosas que me escoltaron en silencio hasta llegar ¡por fin! a la seguridad del hotel.

Una de las diversiones favoritas de los habitantes de Goroka es sentarse en la cabecera de pista, a ver si llega alguna avioneta, un fenómeno que les fascina/ Foto: F. López-Seivane

En la montaña de Papua, uno se puede pasar la mañana mirando cómo le preparan una tortilla. No sé si será la altura, pero de pronto se tiene la impresión de que todo se ralentiza hasta parecer que la vida discurre a cámara lenta. Un corto paseo por el centro de Goroka basta para constatar que se está en otro mundo. Enseguida me viene a la memoria Chichicatenago y otros pueblos de Guatemala, donde los indígenas te miran impasibles desde el silencio. La gente de aquí tiene también el gesto hosco de los mayas y, como ellos, se pasan el día sentados en el suelo sin decir palabra, ensimismados en no se sabe qué pensamientos. Muchos visitantes encuentran algo inquietante en su mirada, tal vez un espejo donde se refleja el contraste entre su simpleza y la frivolidad de nuestro alambicado estilo de vida.

Sentados en el suelo, los indígenas miran en silencio a los forasteros/ Foto: F. López-Seivane

A diferencia de los mayas, sin embargo, los indígenas de Papua visten ropas baratas y mugrientas de fabricación china, una estética deleznable que chirría ante la inocente desnudez en que fueron encontrados por los misioneros, pero éstos se apresuraron a cambiar sus creencias por otras, sus nombres por otros y su espléndida desnudez intemporal por estos andrajos que tanto afean el paisaje. Quien busque autenticidad, gentes genuinas, colores y belleza en la montaña de PNG (Papúa Nueva Guinea) tendrá que adentrarse en los valles remotos y huir de las escasas poblaciones que remansan un flujo creciente  de jóvenes ambiciosos que llegan de sus tribus sin trabajo y sin dinero,  tentados, como en el Paraíso Terrenal, por el sueño de ser como los ricos occidentales que los visitan.

En las afueras de Goroko todo es más genuino y apacible/ Foto: F. López-Seivane

En Goroka se respira un aire de frontera, como si el buen orden de las cosas no estuviera garantizado, algo que lleva al recién llegado a mantenerse en alerta permanente. El miedo a las bandas de raskols,  formadas por jóvenes sin trabajo que aspiran a vivir de cualquier manera en la ciudad, hace que nadie se aventure en las calles una vez anochecido. Incluso los hoteles cierran sus pueertas a cal y canto a las cuatro de la tarde y no las abren hasta que amanece. Desde luego, Goroka no parece un buen lugar para mujeres solas ni para turistas desavisados. La presencia de la policía es mínima, aunque, dicho esto, he de añadir que en ningún momento me sentí personalmente amenazado. Pero, eso sí, en cuanto pude, puse pies en polvorosa para dirigirme al remoto valle de Tari, al encuentro de la famosa tribu de los huli, la más apartada de todas. Te lo cuento la próxima semana.

Las bandas de raskols aterrorizan a la población de las ciudades desde el atardecer hasta el amanecer/ Foto: F. López-seivane

 

 

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Francisco López-Seivane el

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