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Blogs Bukubuku por Emilio de Miguel Calabia

La extraña muerte de Europa (1)

Emilio de Miguel Calabia el

“The Strange Death of Europe. Immigration, Identity, Islam” de Douglas Murray es una dura requisitoria contra el modelo de inmigración que ha seguido Europa desde la II Guerra Mundial. Básicamente acusa a las élites de haber vendido la moto a los votantes de que la inmigración era positiva y el multiculturalismo una gran cosa que, además, funcionaba de maravilla. En su discurso, las élites han distorsionado los datos y han tendido a presentar una visión rosada de la inmigración que no se corresponde con la realidad. La realidad es que la integración en muchos casos ha fallado y se han formado guetos. En el proceso, las sociedades europeas han ido cambiando su carácter hasta el punto de que en 2008 el propio Arzobispo de Canterbury sugirió la posibilidad de incorporar elementos de la Sharia en el Reino Unido y en 2004 el Ministro de Justicia holandés Piet Hein Donner propuso la reinstauración de las leyes sobre la blasfemia para responder a las preocupaciones de los musulmanes holandeses. Asimismo el lobby pro-inmigración ha tachado a las voces críticas con el fenómeno de inmigratorio de racistas, xenófobas y ultraderechistas, tres epítetos que bien dirigidos al adversario cortan de raíz cualquier conato de discusión pausada y constructiva.

Murray también ataca el argumento del envejecimiento de la población, que se ha esgrimido tantas veces para defender las bondades de la inmigración: traigamos mano de obra de fuera que reemplace a la que nosotros no somos capaces de producir por vía de la natalidad. Murray recuerda que los países europeos están densamente poblados y que no es obvio que la calidad de vida vaya a mejorar en ellos trayendo a más gente; además, los inmigrantes suelen ir a las ciudades, no a las zonas rurales despobladas, o sea que van a zonas donde ya hay problemas de superpoblación. Para Murray, el problema no es que los europeos no quieran tener hijos, sino que la sociedad no pone facilidades para que los tengan. Las encuestas muestran que la gente querría tener más hijos de los que realmente tiene, pero los precios de las viviendas, los horarios de trabajo infernales, lo difícil que es dar una buena educación, son otros tantos factores que desincentivan la paternidad. Murray cree que hay otro factor desincentivador: los europeos hemos perdido confianza en nosotros mismos y en nuestro porvenir. ¿Merece la pena traer hijos a una sociedad que cada vez nos resulta más ajena y sobre cuyo futuro no damos un duro?

He resumido en dos párrafos una buena parte del contenido del libro, como introducción para hablar de los dos capítulos que realmente me han fascinado: “Cansancio” y “La sensación de que la historia se ha acabado”.

Murray cree que la civilización europea está cansada. Es un cansancio producido por la pérdida de sentido y un capital cultural decreciente. Esto se debe a que hemos perdido el contacto con nuestras raíces cristianas, que estaban detrás de nuestros grandes logros (Notre Dame de Paris, el Derecho Internacional Público, las obras de Bach…). El cristianismo recibió dos grandes golpes en el siglo XIX, de los que ya no se recuperó. El primero se lo dio Johann Gottfried Eichorn, cuando empezó a tratar y estudiar la Biblia como si fuese un texto literario más. Después de los trabajos suyos y de sus sucesores, resultó imposible seguir viendo la Biblia como la palabra de Dios; como con cualquier otra obra literaria era posible analizar las manos que tomaron parte en su composición y sus contradicciones. El segundo golpe fue la doctrina de la evolución que formuló Charles Darwin. La evolución no sólo desacreditaba la historia narrada en el Génesis, sino que explicaba el despliegue de la vida sin necesidad de recurrir a la intervención de Dios.

Murray no cree que la crisis del cristianismo en Europa tenga solución. Quedan aún comunidades de creyentes acérrimos, pero la corriente de la Historia va por otros lados; incluso en la muy católica Irlanda fustigar a la Iglesia se ha puesto de moda. “… vivimos entre las ruinas materiales de esa fe” (me gusta la imagen). Murray saca a colación una frase del teólogo ateo ingles (me encanta la contradicción de alguien que estudia algo en lo que no cree) Don Cuppit: “Nadie en Occidente puede ser completamente no-cristiano. Puedes denominarte no-cristiano, pero los sueños que sueñas son todavía sueños cristianos”. Los valores de la Europa secular (los Derechos Humanos, la igualdad, la tolerancia…) son valores que tienen raíces cristianas. La pregunta que se hace Murray es: ¿hasta qué punto se sostienen esos valores cuando se desligan de su raigambre religiosa? Yo lo expresaría de otra manera: ¿puede la defensa de los Derechos Humanos y de una ética ciudadana laica hacerte vibrar, hacerte vivir, dar sentido a tu vida, de la misma manera que las creencias religiosas periclitadas lo hacían con sus fieles?

El cristianismo ha seguido una evolución también que ha contribuido a esta situación. Murray comenta que “la mayor parte de las ramas del cristianismo europeo han perdido la confianza para hacer proselitismo o incluso creer en su propio mensaje (…) el mensaje de la religión [se refiere especialmente a denominaciones protestantes del Reino Unido, de Alemania y del norte de Europa] se ha convertido en una forma de política de izquierdas, de acción en la diversidad y de proyectos de bienestar social”. Yo añadiría que cuando un cura se pone unos vaqueros, va de colegui y de preocupación social, acaba pareciéndose a un oenegero y se olvida de lo que siempre ha aportado la religión en cuanto a dar sentido a la vida, ofrecer respuestas y consuelo.

Una manera de buscar las respuestas que solía dar el cristianismo es acudir a otras religiones. Murray menciona las conversiones de jóvenes europeos al Islam. Yo creo que aquí exagera un poco. Según un sondeo de Pew Research no serían demasiado significativas las conversiones de europeos al Islam y se verían más que compensadas por el número de musulmanes europeos que apostatan del Islam. También cabría mencionar que otra vías para quienes no están satisfechos con el cristianismo, son la new age, el budismo o distintos activismos (animalismo, veganismo…) que han venido a proporcionar ese sentido de identidad y de finalidad que antes proporcionaba el cristianismo.

Murray repasa algunos intentos de reemplazar la religión, sobre todo en Alemania, que a los alemanes siempre les han gustado las disquisiciones (cultismo para no decir “pajas mentales”). Hubo quienes, empezando por Wagner, pensaron que el arte podía reemplazar a la religión y cumplir sus funciones de ponernos en contacto con una esfera transcendente de la realidad y proporcionarnos respuestas. Tal vez el arte pueda llenar y dar sentido a la vida de un artista inmerso en él, pero resulta difícil que pueda producir ese efecto en un aficionado del público. El arte como elemento vertebrador y dador de sentido a una sociedad no parece bastante. La filosofía y las ideologías políticas también muestran sus carencias. Murray pone el ejemplo del marxismo, la filosofía que ha estado más próxima a convertirse en una religión. El marxismo tenía sus textos sagrados (por ejemplo, “El Capital”), su línea de profetas: Marx-Engels, Lenin, Stalin, Mao, sus herejías y sus cismas: los trotskistas, los maoístas, sus ceremonias sagradas: los desfiles del 1º de mayo… Todo eso se derrumbó en 1989, cuando cayó el Muro de Berlín y la realidad del fracaso del comunismo quedó expuesta.

Tampoco es que a las dos ideologías antitéticas al marxismo, el nazismo y el fascismo, que tuvieron su momento de gloria en la década de los treinta les haya ido mucho mejor. El patriotismo, por su parte, se reveló como algo “imperdonable y sin sentido” en la I Guerra Mundial y esto resultó confirmado en la II. Que, a pesar de eso, el patriotismo local resurja en las primeras décadas de siglo XXI puede verse como un intento desesperado por darle un sentido a la vida y luchar por algo que parece transcendente, en una sociedad que ya no cree en la religión y a la que las grandes ideologías políticas le han fallado. El patriotismo localista también puede verse como un intento desesperado de resistir a la marea uniformadora de la globalización, algo así como el tatuaje que se hace el individuo para singularizarse en una sociedad cada vez más masificada.

 

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