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La casta de los castos (1)

Emilio de Miguel Calabia el

Lo mejor del libro del sociólogo Marco Marzano sobre los sacerdotes italianos es la aliteración del título: “La casta de los castos”. Luego viene el subtítulo, que intuyo que puso el editor para atraer a los lectores: “Los sacerdotes, el sexo y el amor.”

Primero resumiré los principales descubrimientos de Marzano y luego diré mi opinión sobre el libro.

La Iglesia Católica es ante todo una institución, con todo lo que eso implica: necesidad de conservar su saber institucional, su jerarquía (existen instituciones menos jerárquicas y más horizontales, pero no es el caso de la Iglesia), sus inercias, la necesidad de formar a sus funcionarios, la obligatoria interacción con el mundo exterior… Según la caracterización de Marzano: “… toda la organización se presenta como un sistema cerrado y autorreferencial gobernado por una casta de elegidos, el clero, que no tolera ninguna influencia exterior. Desde ese punto de vista, la Iglesia es una organización burocrática menos democrática y abierta que otras…” Marzano subraya mucho la cohesión de la Iglesia, que al tiempo que reduce los conflictos en su seno y da estabilidad y orden, le hace difícil adaptarse a los cambios en el exterior.

Para la Iglesia es clave contar con un cuerpo de hombres santos,- los sacerdotes-, separados del resto de los fieles tanto por su formación como por el celibato. Los sacerdotes ejercen de intermediarios entre la feligresía y Dios. O bien, recurriendo a la interpretación más escéptica de Foucault, los sacerdotes conducen y guían y ejercen el arte de seguir a sus feligreses empujándolos paso a paso. Se trata de una forma de poder que se considera que es en beneficio de aquellos sometidos a ella, toda vez que la salvación no puede alcanzarse en soledad, sino que requiere el sometimiento a una autoridad superior, la de la Iglesia. El fin último, para Foucault, es aniquilar la voluntad del fiel y lograr su sumisión toal al pastor.

Cuando se habla de los sacerdotes católicos, inevitablemente una de las primeras cosas que viene a la cabeza es la cuestión del voto de castidad. En un reciente artículo publicado en El Mundo, Arcadi Espada afirmó que para la Iglesia “el celibato es la base de la superioridad moral del sacerdote”. Y yo añado: y por ello es irrenunciable. Marzano concurre en esta idea: gracias al celibato, la Iglesia puede presentarse como una sociedad de hombres puros.

Marzano afirma que el celibato surgió por la presión del monacato cluniacense y ocurrió en el marco de un proceso de racionalización y centralización burocrática, que comportó la “profesionalización” de los sacerdotes. El celibato presentaba una serie de ventajas: mayor concentración del sacerdote en su trabajo espiritual al no tener las distracciones de la vida familiar, colocar al sacerdote en una posición aparte y más elevada que la comunidad y la conservación del patrimonio eclesiástico, al no haber hedereros que puedan reclamar su parte. Ésas son las ventajas evidentes. Para la Iglesia hay una adicional: se establece un vínculo total entre la institución y el sacerdote, que ha renunciado al sexo y a los vínculos afectivos (la segunda renuncia es más fuerte que la primera). La afectividad es redirigida hacia la institución y hacia sus pares, que han hecho la misma renuncia.

La clave en este proceso es el seminario, la “fábrica de los hombres de Dios” en expresión de Marzano. O “el lugar en el que se realizaría la transformación del hombre en superhombre”, otra expresión de Marzano, que parece tener cierta querencia por las expresiones grandilocuentes. Para Marzano, uno de los fines principales de los seminarios es inculcar la castidad y la obediencia. Si el objetivo último fuera el mero estudio de la teología, ¿por qué esa necesidad de sacar a los seminaristas de sus casas y concentrarlos en un edificio único con poco contacto con el exterior.

Marzano describe los rasgos que hacen del seminario una “institución total” al estilo de Foucault. Se trata de una institución alejada del mundo y en la que sólo residen hombres célibes. Las actividades en comun ocupan más espacio que los momentos de soledad que se dejan al individuo. El uso del tiempo está planificado hasta en sus más mínimos detalles. Los modos de comportarse, de vestirse, de hablar están reglados. Los seminaristas están controlados por los superiores y también por la vigilancia que ejercen sus pares, debiendo pedir permiso para todo. El pensamiento crítico está prohibido. La sexualidad está estrechamente controlada lo que, para Marzano, representa uno de los fines principales del seminario.

Si las cosas son así de difíciles, la pregunta obvia es: ¿quién quiere entrar en el seminario hoy en día? Marzano establece el siguiente perfil: joven de familia modesta, de tendencia conservadora, al que le fascina el aparato de la liturgia. Suelen tener una madre dominante, una madre que está muy orgullosa de que su hijo haya tomado los hábitos, entre otras cosas porque ya no se lo quitará ninguna lagartona. El celibato acentúa las tendencias edípicas que muchos ya tenían. En cuanto a sus padres, en no pocos casos el padre murió joven, o abandonó a la familia, o es un hombre de carácter débil que vive dominado por su mujer. En todo caso en el seminario se inculca una visión peyorativa de la mujer. La mujer es un peligro ya que con sus encantos puede hacer que los sacerdotes rompan sus votos. El único modelo positivo de mujer es la Virgen María, que se somete sumisamente a la voluntad de Dios. El resto de los modelos son masculinos.

El perfil psicológico del seminarista tipo es: “personas profundamente inmaduras, muy frágiles, aterrorizados ante la idea de vivir en un mundo regido por la competición y el mérito”. Personas que, antes de entrar en el seminario, eran inseguros y ocupaban un lugar periférico en los grupos en los que se movían. A menudo están convencidos de que carecen de los medios para triunfar, para llevar una vida personal y social decente. La sotana les proporciona la posición y respetabilidad social que creen que no conseguirían solos.

 

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