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Blogs Bukubuku por Emilio de Miguel Calabia

Jugándose la piel

Emilio de Miguel Calabia el

Leer un libro de Nassim Nicholas Taleb es como adentrarse en una selva sin mapas. No, ese símil es demasiado inocuo. Es como meterse en un campo de minas sin el croquis de dónde están colocadas. Los libros de Taleb serían la pesadilla de cualquier académico al uso. Son como una conversación con un hombre muy inteligente, leído y escéptico, que va abordando las cuestiones según se le vienen a la cabeza. Puede que sientas que te estás perdiendo las tres cuartas partes de lo que dice, pero sólo con que llegues a entender una cuarta parte ya estarás aprendiendo mucho.

La idea clave del libro es que no te fíes de quienes te dan opiniones o actúan sin que les vaya la piel en ello. El ejemplo clásico sería el de los consultores. ¿De verdad te fiarías de los consejos de alguien que, después de habértelos dado, se va a marchar a su casa con el abultado cheque que le has entregado, despreocupado de si sus consejos funcionan o no, porque él ya ha cobrado? Otro ejemplo sería el del CEO que sabe que, lo haga bien o mal, se va a llevar una indemnización multimillonaria.

Un caso extremo de lo anterior sería el de Robert Rubin, ex-Secretario del Tesoro norteamericano al que Taleb detesta cordial y menos cordialmente. Tras su paso por el Tesoro, Rubin entró en Citigroup como miembro de su Consejo de Administración. Desde su entrada en el grupo hasta su salida, las acciones de Citigroup cayeron un 70%. En enero de 2009, cinco meses después de la quiebra de Lehmann Brothers y con Citigroup acercándose peligrosamente al borde del abismo, Rubin dejó el grupo llevándose algo más de 120 millones de dólares por los servicios prestados. Fue el contribuyente el que rescató al banco de la mala situación en que lo había dejado Rubin. Su excusa fue que la incertidumbre le había jugado una mala pasada. En la actualidad es el fundador The Hamilton Project, un think tank de política económica que formula propuestas sobre cómo producir una economía en crecimiento que beneficie a más norteamericanos. Vistos sus antecedentes, resultaría preferible que se quedase en casa y se dedicase a jugar al golf. Los contribuyentes norteamericanos se lo agradecerían.

De manera contraintuitiva, el ejemplo de Rubin no le lleva a Taleb a detestar los mercados y a pedir más regulaciones estatales, sino todo lo contrario. El gobierno con su regulación sobre la bancarrota protege a los banqueros que han quebrado sus bancos y que actúan con la seguridad de que en último extremo papá Estado vendrá a salvarlos. El gobierno hace que los banqueros no se jueguen la piel en sus operaciones. En el extremo tenemos a los hedge-funds, muy poco regulados, cuyos propietarios suelen tener como poco el 50% de sus activos en sus propios fondos. Eso sí que es un incentivo para ser cuidadoso y procurar que la incertidumbre no te juegue malas pasadas.

Del párrafo anterior se habrá deducido que la Administración y la burocracia son los grandes enemigos de Taleb, que hiperventila cada vez que los menciona. La Administración serviría para poner un cortafuegos entre el burócrata y las consecuencias de las decisiones que toma.

Otro objetivo de sus invectivas, que son muchas, son los “inteligentes pero idiotas” (IPI). Los IPIs suelen darse en las universidades y en las páginas de opinión de los medios. Es gente que cree que tiene todas las claves y se siente autorizada para pontificar sobre cómo debería ir la sociedad. Hablan mucho de igualdad social, pero nunca se irían de copas con un taxista; es más, es posible que nunca hayan hablado con un taxista más que para darle la dirección a la que van. Cuando la gente vota en contra de lo que ellos propugnaban (por ejemplo, con el Brexit), es que se ha equivocado, es ignorante y ha votado en contra de sus propios intereses. En tanto no se alcance un consenso diferente, la democracia es un hombre-un voto, no un título universitario-un voto.

Por cierto que, hablando de equivocarse e ignorancia, Taleb pasa revista a todas las veces que los IPIs se equivocaron: el estalinismo, que prometía una aurora de progreso a la Humanidad (merece la pena leer las odas lacrimógenas que le dedicaron a su muerte Pablo Neruda y Rafael Alberti que, por cierto, no fueron los únicos); el maoísmo, que mostraba un camino para la liberación de los pueblos del Tercer Mundo (algún día contaré la visita admirativa que Roland Barthes y otros miembros de la “Gauche Divine” hicieron al Pekín maoísta de comienzos de los 70); Iraq; Siria; los maratones (mi traumatólogo es un firme defensor de los mismos: vive de ellos); los genes egoístas (siempre me ha costado entender la idea de que una pieza de ADN tenga la voluntad de reproducirse y consiga que todas las acciones del organismo vayan en esa dirección), la psicología freudiana… No transcribo toda la lista. Si lo hiciera quedaría claro que Taleb es un anarquista que quiere dinamitar nuestra perfecta sociedad posmoderna.

Una de las ideas más desasogantes del libro es que una pequeña minoría intolerante de no más del 3-4% de la población puede acabar imponiendo sus reglas al resto e incluso hacerlas pasar por la opinión de la mayoría. El ejemplo que le llevó a darse cuenta de esta realidad fue cuando advirtió que en EEUU sólo el 3% de la población come kosher, pero que sin embargo la mayoría de los zumos de frutas son kosher. La explicación es muy sencilla: la minoría que come kosher, no comería no-kosher, pero la mayoría, a la que esa distinción le resulta indiferente, sí que está dispuesta a comer kosher. Si el productor de los zumos los hace kosher, puede llegar sin complicaciones ni gastos añadidos tanto al consumidor kosher, como al no-kosher. El mismo principio explica por qué los esfuerzos de la agroindustria por promover los organismos genéticamente modificados entre el gran público han fracasado. No advirtieron que era en la minoría que no los consumiría ni así los matasen, donde se tenían que concentrar.

Esta regla aplicada a cuestiones de más enjundia explica, por ejemplo, por qué Oriente Medio, donde el cristianismo estaba firmemente asentado en el siglo VII hoy es musulmán en un 90%. A los primeros gobernantes musulmanes les resultaba indiferente la religión de sus súbditos, siempre que obedecieran. Ser cristiano tenía la desventaja de que tenías que pagar impuestos y la ventaja de que estabas exento de que te reclutasen para la guerra. O sea, que el cambio de religión mayoritaria no se debió a la presión de los gobernantes. ¿Qué ocurrió entonces?

Taleb explica que el cambio se debió a la combinación de dos reglas asimétricas: 1) Para casarse con un musulmán, es preciso convertirse al Islam; 2) No es posible la apostasía. Un pequeño número de matrimonios interreligiosos anuales basta para producir al cabo de los siglos la situación actual, en la que los cristianos coptos representan únicamente el 10% de la población.

Como dice Taleb, los musulmanes no hicieron más que ser más tercos que los cristianos, los cuales, a su vez, habían sido mucho más tercos que los paganos. Precisamente, la expansión del cristianismo en el Imperio Romano fue el resultado de la presión de una minoría intolerante y radicalizada. La Historia oficial que habla de un Imperio romano intolerante con la nueva fe, a la que perseguía con encono, es la Historia de los vencedores. La Historia real,- como cuenta Catherine Nixey en “La edad de la penumbra”-, sería la de una sociedad pagana y tolerante que acabó sucumbiendo ante una minoría que no lo era.

El resumen de lo anterior es que en la vida cotidiana existen gran número de asimetrías. Cambia mucho una relación cuando una parte se juega la piel y la otra,no. Los ejemplos que aduce Taleb son numerosos. Por poner uno: una cosa es el analista que desde las páginas del diario predice que las acciones del Banco de Santander subirán y otra el especulador que apuesta su dinero a que efectivamente van a subir. Pero además hay una tercera categoría que se juega la piel por los asuntos de terceros. Por ejemplo, el periodista que corre el riesgo de sacar a la luz la corrupción o el fraude de una gran compañía. Jesucristo sería el caso extremo de alguien que se juega la piel por otros. Esta tercera categoría de personas, que además son los que luchan toda la vida, son los que Bertolt Brecht denominaba “los imprescindibles”.

 

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