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Blogs Bukubuku por Emilio de Miguel Calabia

El ciberespacio y la diplomacia del siglo XXI

Emilio de Miguel Calabia el

El penúltimo capítulo de “El orden mundial” de Kissinger, que comenté aquí, se titula “Tecnología, Equilibrio y Conciencia Humana” y contiene algunas reflexiones interesantes sobre lo que supone ser diplomático en un mundo de cambios tecnológicos acelerados como el actual.

Yo diría que las nuevas tecnologías han venido a introducir varias cambios mayores a la manera de funcionar los diplomáticos, que detallo a continuación:

+ Nos ahogamos en información. No hay tiempo material para procesar toda la información que llega de las capitales, más la que se genera en el país de destino, más artículos interesantes de la prensa internacional… Acotar la información es casi imposible, porque uno no puede limitarse a las noticias del país de destino y de su propio país; en el mundo interconectado en el que vivimos, uno no puede ser completamente indiferente a la detención de Navalny, aunque le pille a 4.000 kilómetros de distancia, o a las elecciones en Ecuador.

Una observación de Kissinger especialmente afortunada es que no debemos confundir información con conocimiento ni conocimiento con sabiduría. Tener mucha información es fútil si no sabes cómo utilizarla. El conocimiento es lo que te permite unir los puntos, descartar la información inútil y conservar únicamente la necesaria. La sabiduría es saber cómo aplicar ese conocimiento, cómo actuar eficazmente a partir de lo que sabes.

+ A menudo no hay tiempo para reflexionar. Cuanto más grave es la crisis, menor es el tiempo para analizar la situación. Si a las ocho de la mañana hay un golpe de estado en Ruritania, para las diez tienes que tener una imagen más o menos clara de la situación para poder informar a tu capital, para las doce has de haber preparado los elementos para una posible declaración sobre el golpe de estado y tienes que estar preparado para la reunión que habrá en Bruselas en torno al golpe a las cuatro. En cualquier momento del día o de la noche puede llegar un correo electrónico que cambie en un momento el análisis de la situación o que obligue a una reaccion inmediata.

+ Vivimos en el mundo de las redes sociales. No sólo tienes que actuar, sino que tienes que contar lo que hiciste. Cualquier acontecimiento en el que hayas participado no existirá realmente si no lo has publicitado en facebook, tuiter e instagram, que son como un cónyuge al que le tienes que dar explicaciones de porqué vienes borracho y oliendo a perfume barato a las tres de la madrugada. No puedes negarle la información, pero ay de ti si tu narración contiene algún cabo suelto. Traducción al mundo de las redes sociales: no hay nada de lo que escribas que no pueda ser malinterpretado por alguien y convertirse en un escándalo mayúsculo y un desastre comunicativo.

Yo creo que las redes sociales para un diplomático son como la muerte: algo que no te queda más remedio que hacer, pero que te da pereza, porque no estás seguro de su utilidad. Hace algo más de un año comenté aquí el libro “El diplomático desnudo” del ex-Embajador del Reino Unido en el Líbano, Tom Fletcher, quien sí que tenía un concepto positivo de las redes sociales. Él las veía como herramientas que permiten que los ciudadanos se expresen, conozcan los grandes temas que les afectan e interactúen entre sí. Ponía como ejemplo varias de las iniciativas digitales que tuvo en Líbano: campaña en Twitter para que la gente dijera lo que harían si fuesen presidentes de Líbano, una flashmob de escolares para resaltar la unidad del país, una sesión de preguntas y respuestas por Twitter con el Primer Ministro del Líbano… Fletcher enumeraba con entusiasmo los “me gusta” que tuvo cada una de esas iniciativas. Mi pregunta es: una vez el último seguidor ha pinchado “me gusta”, ¿queda algo sólido y perdurable o es como uno de esos programas de telebasura que has olvidado por completo a la mañana siguiente?

+ Hace 30 años a un diplomático se le pedía que supiese de Historia, de política y de geopolítica. Hoy se han difuminado las fronteras entre la política interior y la exterior y cuando uno se pregunta qué es lo que abarca el concepto de política exterior, la respuesta es TODO. Ahora ya no resulta indiferente que la India decida que va a construir centrales térmicas de carbón, porque eso supondra un aumento brutal en sus emisiones de carbón; tampoco podemos ignorar cuando pesqueros chinos esquilman el atún del Pacífico Sur con artes ilegales… en un mundo interconectado todo tiene la capacidad de afectarnos. Lo de que el aleteo de las alas de una mariposa en Nueva York puede producir un tifón en Tokio es cierto en un mundo que se ha empequeñecido y que se ha vuelto más caótico. Una consecuencia es que al diplomático del siglo XXI ya no le basta con saber lo que sabían sus predecesores. Ahora tiene que tener conocimientos también de cambio climático, energías alternativas, gestión de los recursos pesqueros, economía de los océanos, movimientos migratorios, cuestiones de género e identidad sexual, etc.

Si ésos son los tres grandes cambios que ha sufrido la carrera diplomática en los últimos años, en el terreno geopolítico ha aparecido un fenómeno novedoso: el fin del uso de la guerra como elemento de política exterior entre las grandes potencias. Sí, ya se que la Carta de las Naciones Unidas en su art. 2.4 prohíbe el uso de la fuerza en las relaciones internacionales. También la prohibía el Pacto Briand-Kellog de 1928, que llegó a tener 65 firmantes y ya vimos lo efectivo que fue en 1939. Si las grandes potencias ya no recurren a la guerra en sus relaciones entre sí no es por respeto a la Carta de las Naciones Unidas ni porque se hayan vuelto más éticas. Lo que ha cambiado la ecuación ha sido la aparición de las armas nucleares. El arma nuclear ha hecho que la guerra entre grandes potencias pierda su atractivo. Incluso si las armas nucleares no existieran, el armamento moderno es tan destructivo, que la guerra puede resultar un negocio ruinoso hasta para el ganador.

Esto no quiere decir que la guerra haya desaparecido de la escena internacional. Lo que ha cambiado es el tipo de guerras. Para empezar, a diferencia de lo que ocurría hace 70 años, las guerras civiles predominan en número sobre las internacionales. Allí donde hay guerra abierta entre dos Estados, suele ocurrir entre Estados que están en la periferia del orden internacional, por ejemplo entre Etiopía y Eritrea (1998-2000) o la Segunda Guerra del Congo (1998-2003), que tuvo tantos participantes que algunos la han denominado “la guerra mundial africana”. Cuando una gran potencia decide intervenir militarmente, suele buscar contrincantes que jueguen en una liga diferente y procura que los objetivos de la guerra sean limitados en el tiempo y en el espacio. Ejemplos de esto son: la invasión estadounidense de Iraq en 2003, que duró 26 días, y la guerra entre Rusia y Georgia de 2008 (21 días). Otra modalidad de guerra son los conflictos cronificados, donde se mantiene una violencia de bajo nivel y no pocas veces por intermediario; por ejemplo entre Ucrania y Rusia en los últimos años o entre Pakistán y la India en la región de Cachemira.

También, las nuevas tecnologías nos han traído un nuevo terreno de combate: el ciberespacio. A diferencia de las armas nucleares que eran novedosas, pero que admitían analizarlas en términos de potencia de fuego, carecemos de antecedentes que nos permitan apreciar en conjunto cómo el ciberespacio cambia la naturaleza de la guerra y del conflicto entre las naciones. Algunas peculiarides del ciberespacio son:

+ Afecta a todas las actividades sociales. Prácticamente no hay una sóla área en una sociedad moderna en la que lo digital no intervenga. Esto aumenta las vulnerabilidades. Antes, para destruir una fábrica de rodamientos en Düsseldorf (ejemplo real de la II Guerra Mundial) o bien la bombardeabas desde el aire, asumiendo el riesgo de enfrentarte a sus defensas antiaéreas, o bien mandabas a la infantería y los tanques para que la tomasen. Ahora puedes ponerla fuera de combate con un ataque cibernético que, por ejemplo, paralice los ordenadores que controlan su suministro eléctrico. Tiene la ventaja de que arriesgas menos y de que incluso no dejes huellas que puedan trazar el ataque hasta ti.

+ Favorece los conflictos asimétricos. Corea del Norte no tiene portaaviones que oponer a EEUU, pero sí que le puede hacer alguna pupa a sus redes informáticas.

+ Crea un espacio gris de no-paz/no-guerra. Con las armas convencionales, uno sabía que si el enemigo te largaba un pepinazo, es que estábais en guerra. Un ataque cibernético muestra que la paz con tu enemigo no es real, pero tampoco crea per se un estado de guerra.

+ Es ubicuo, pero no amenaza la supervivencia de la misma manera que lo hacían las armas nucleares.

+ Es tan novedoso que todavía carecemos de una estrategia ofensiva y defensiva en el ciberespacio.

Al igual que Moisés Naim, en “El final del poder” escrito por las mismas fechas. Kissinger cree que ni tan siquiera los regímenes más totalitarios han conseguido controlar por completo el flujo de información. Yo creo que esa afirmación es menos cierta seis años después y que la información no filtrada que a veces se les cuela es más que compensada por las oportunidades que las nuevas tecnologías ofrecen para controlar férreamente a los ciudadanos.

Más interesante que sus reflexiones sobre el ciberespacio y la ciberguerra, me parecen sus ideas sobre lo que implican las nuevas tecnologías para la política exterior y para los estadistas.

Internet favorece lo presente sobre los grandes períodos de tiempo, lo fáctico sobre lo conceptual y lo colectivo sobre lo introspectivo. Crea la sensación de que almacenar conocimientos no es necesario, porque uno sólo tiene que guguelear para encontrarlos ahí; el defecto de esta aproximación es que para buscar, hay que saber lo que se busca y para apreciar el valor de lo encontrado es preciso tener conocimientos que permitan separar el oro de la ganga. La insistencia en lo fáctico y en los datos hace que olvidemos que lo interesante no son los hechos y los datos en sí, sino las líneas con las que los enlazamos y el contexto en el que nos los encontramos. El resultado final es que perdemos la facultad de la introspección.

Yendo un paso más allá de lo adelantado por Kissinger, me imagino al estadista del futuro como a un hombre que maneja muchos datos, pero no reflexiona; que es un gran táctico y sabe sacar ventaja inmediata de cualquier oportunidad, pero que no sabe establecer una estrategia a largo plazo; que ignora la Historia, pero está al corriente de cualquier hecho relevante que haya ocurrido en las últimas 24 horas; que sabe cómo conseguir un millón de “me gustas” en el ciberespacio, pero es incapaz de empatizar o de tener relaciones genuinas. Un hombre, en fin, al que Kissinger, Metternicht y Bismarck nunca habrían puesto la etiqueta de “estadista”.

 

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