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De Reyes, verdugos, guillotinas y otras cosas (2)

Emilio de Miguel Calabia el

(Margarita de Austria. ¿Se observa el gesto de alivio al constatar que se había escapado de la boda con su tío Felipe II?)

Desde nuestra óptica actual puede parecer que terminar en un convento era lo peor de lo peor. Nada más lejos de la realidad, sobre todo si eras una princesa. Podías tener la certidumbre de que estarías bien atendida y que disfrutarías de bastantes comodidades dentro de una austeridad. Además, la clausura para alguien de alta cuna nunca era total. Hubo abadesas y monjas que tuvieron una vida social de lo más animada. Los conventos de clausura estaban más abiertos al mundo y a la sociedad de lo que nos imaginaríamos.

Dos ejemplos de que ser monja no era una mala opción cuando eras hija de Rey. Tras la muerte de su cuarta esposa, Ana de Austria, Felipe II pretendió casarse con su sobrina Margarita, que era cuarenta años menor. Margarita le rechazó, diciendo: “Cómo me he de casar con un rey de la tierra, si ya he sido pedida por un señor más grande, el Rey del Cielo.” Ignoro si la vocación religiosa la sintió desde pequeñita o si fue sobrevenida, cuando se enteró que su tío la quería como esposa.

Otro ejemplo similar es el de la novohispana Sor Juana Inés de la Cruz. Muy inteligente, su vocación era el estudio. En torno a los dieciocho años entendió que si quería satisfacer su vocación, la única vía era la de ingresar en un convento. El volumen de su obra muestra que fue la decisión correcta. Octavio Paz le dedicó un libro muy recomendable, “Sor Juana Inés de la Cruz o las trampas de la fe”.

Desde nuestra optica hipersexualizada, parecería que renunciar al sexo de por vida y abrazar el celibato era una renuncia horrorosa a cambio de escapar a un matrimonio con un señor mayor o de poder estudiar. Tal vez por esto, existe todo un subgénero literario y cinematográfico, que parte de la premisa de que algo tendrían que hacer para aliviar los picores de la entrepierna. Algunos ejemplos que se me ocurren: “Extramuros”, una de las mejores novelas de Jesús Fernández Santos, que es una obra sobre la miseria, la fe y las relaciones lésbicas entre dos monjas; “Las cartas de amor de una monja portuguesa”, presentadas como las cartas originales de una monja portuguesa del siglo XVII, Mariana Alcoforado a un galán con el que tuvo una relación apasionada y que la abandonó. Parece fuera de duda que fueron obra de un poeta menor del siglo XIX, Gabriel-Joseph de La Vergne. El polifacético y pornómano Jesús Franco las llevó al cine en 1977; “Interior de un convento” de Walerian Borowczyk, en la que lo mejor de la película es la fotografía, como en casi todas las películas del polaco.

¿Realmente había tanta licencia entre los muros del convento? Está claro que pasaban cosas como muestran aquí y allá los distintos documentos. Cuando el franciscano mexicano Fray Andrés Borda escribió en el siglo XVIII en su manual de confesores que “cualquier religiosa que mantuviere amistad dentro o fuera, que pase a inhonesta, está en estado de condenación e inabsoluble…”, es que algo habría. Los confesores conocían bien el mundo y las almas y no estaban para condenar pecados inexistentes.

No he encontrado estudios estadísticos sobre el acatamiento del celibato en los conventos católicos de la Edad Moderna. Sospecho que habría muchos casos de violación de la regla (si no, no nos encontraríamos con tantos testimonios), pero que no serían mayoría. Las instituciones pueden aguantar un cierto número de desviaciones de la norma; sirven de válvulas de escape y un castigo ejemplar de vez en cuando, puede llamar al orden a los titubeantes. No obstante, las instituciones no se pueden permitir una violación grosera y generalizada de las normas, porque ése sería su fin. Por ello creo que eran mayoría quienes respetaban el celibato.

En la actualidad, pensamos que el sexo es un derecho humano más y bastante irrenunciable y que renunciar a él es perderse media vida. De hecho hace unos años había una publicidad,- no recuerdo de qué,- que decía “Sexo es vida”. Aún me acuerdo teniendo que explicarle a mi hijo de nueve años, que la vió, por qué el sexo es vida.

En otros tiempos y otras culturas, la preocupación primordial era la de comer y encontrar refugio y sólo muy secundariamente, tener sexo. Veamos, por ejemplo, la novela picaresca española. La preocupación principal de los protagonistas es buscar qué comer y aparentar; los asuntos de la entrepierna como que les resultan más indiferentes. Y no parece que las cosas hayan cambiado tanto entre los destituidos del siglo XX. En “Sin blanca en París y Londres”, George Orwell cuenta sus andanzas de mísero carente de medios en ambas ciudades. En la parte dedicada a Inglaterra, donde vivió como un vagabundo, cuenta que por cada diez vagabundos había una vagabunda, lo que las hacía estar muy solicitadas, pero ellas tenían sus parejas fijas. ¿Y qué hacían los otros nueve vagabundos? O bien resignarse, o bien entregarse a relaciones homosexuales entre ellos, o bien poner el asunto en buenas manos. Diógenes el Cínico, que algo debía saber de estas lides, decía que ojalá el hambre se pasase, frotándose un poco la tripa, al igual que ocurre con el deseo sexual.

En realidad, podría defenderse que lo realmente importante es el amor y el cariño y que el sexo no es más que un producto secundario y muy agradable de ambos. Recomiendo al respecto “La eternidad no está de más” de François Cheng, una historia de amor imposible en la China de finales de la dinastía Ming.

Me he liado hablando de conventos y de sexo, dos temas que me interesan,- especialmente el segundo, y ya se me iba a olvidar hablar de uno de los protagonistas de la historia: Luis XVI.

 

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