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Aquello no hubiera debido estar allí

Emilio de Miguel Calabia el

“Aquello no hubiera debido estar allí”, fue lo que pensó cuando la chica se quitó las bragas. Y sin embargo, estaba. Aquello era un pene delgado y de tamaño mediano que, encima, estaba en los albores de una erección. Sabía lo de los albores, porque él también tenía uno, algo más grueso y con unos cuantos centímetros más.

La chica, que ahora había pasado a la categoría de lady-boy, le miró inquisitiva. Su mirada quería decir: “Ahora sabes que no soy lo que creías que era cuando me cogiste en la calle, ¿y ahora?” O tal vez lo único que estaba pensando fuera si cobraría esa noche.

Reconsideró la situación. Echarlo ahora podría suponer una escena desagradable, gritos, llantos, todas las cosas que le habían llevado a divorciarse dos veces. Como sus divorcios, todo podía resolverse con dinero. Encontrar la cantidad que haría que el lady-boy se marchase pacíficamente y hasta con una sonrisa. Pero también estaba que se había empezado a poner cachondo. La carrera entre sus neuronas y sus hormonas estaba reñida.

“Vístete”, le dijo al lady-boy. Sacó dos vasos, les echó unos hielos y los llenó de güisqui. Le tendió uno al lady-boy. No era tanto simpatía como la necesidad de ganar tiempo, mientras decidía lo que haría a continuación.

El lady-boy tomó el vaso y se sentó en una silla. Seguía mirándole con gesto curioso. Se diría que la situación le parecía divertida.

El primer trago le provocó una erección. No era así como solía reaccionar al güisqui. Normalmente el güisqui le causaba una somnolencia placentera, pero en esta ocasión le había acelerado el pulso y había hecho que aquello,- su aquello, no el del lady-boy- se pusiese duro. Cuando eso ocurría, significaba que las hormonas habían ganado la partida y que quien dirigía la jugada en lo sucesivo, sería ese apéndice carnoso que tenía entre las piernas.

“Desnúdate, pero sólo de cintura para arriba. Quiero que me hagas una paja”.

El lady-boy se sacó el niqui por la cabeza sin ningún entusiasmo. Tenía unas tetas grandes, redondas, perfectas. Las tetas que fueron las que le llevaron a escogerle.

Se sentaron en el sofá. El lady-boy le abrió la bragueta, metió la mano y comenzó a maniobrar arriba y abajo, con el ritmo un poco mecánico de los conejitos a pilas que tocan el tambor. Él tuvo uno de esos conejitos. Se lo trajo Papá Noel unas Navidades, mucho antes de que supiera que eso que tenía entre las piernas servía para otras cosas. Eso lo aprendió mucho más tarde con los compañeros del colegio. Se le vinieron a la cabeza las primeras pajas, tímidas y culpables; las siguientes, más expertas; las que le hacía su primera novia en el coche, mucho más deleitosas; las de sus dos exmujeres, más raras, porque para entonces su universo sexual se había expandido y la paja había quedado relegada a los momentos en los que ellas tenían pocas ganas y querían quitárselo de encima rápido.

El lady-boy seguía maniobrando, ahora un poco más deprisa, acaso con un poco de impaciencia por acabar. El tacto de sus manos era suave, como el de su segunda mujer. Pensó que si cerraba los ojos, casi sería como si ella hubiese vuelto y…

Sentía la erección y cómo una oleada de placer empezaba a recorrerle la espalda, hasta bajarle a las caderas. Intentó concentrarse en las tetas del lady-boy. Las acarició con poco entusiasmo. Estaba pensando en su ex, que no tenía tetas y que casi nunca le hizo pajas, pero que le acariciaba la nuca cuando hacían el amor y le llamaba “gorrión”. Nunca le gustó ese apodo y sin embargo…

Eyaculó casi a su pesar. Fue como si se le cayese el orgasmo. Un chorro blancuzco que duró dos segundos y dio paso a una solitaria gota que se resistía a salir. Entonces se puso a llorar.

 

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