Javier se instaló en Kabul
cuando los americanos acababan de llegar
y habían calculado cuántas bombas
tendrían que tirar
para que la renta per cápita llegase a los mil dólares
y Afganistán se convirtiese en el paraíso en la Tierra.
Hamid Karzai era un hombre sabio,
como Gandalf con fulares de pashmina
y gorros de piel de borrego
que siempre tenía la sonrisa y la palabra justas.
Dostum era un orco bañado en alcohol
pero era nuestro orco y hablar con él de
degollamientos no era indecoroso.
Javier me habló de bazares medievales
y montañas rojas
y cielos estrellados donde las noches sin luna
se veían los primeros brillos del Big Bang.
Eran días en los que se podía viajar por el país
sin temor a que una IED te dejase sin piernas.
Cuando Álvaro llegó a Kabul,
los americanos estaban calculando
cuántas bombas tendrían que tirar
para conseguir una renta per cápita de 750 dólares
y que Afganistán fuese un país vivible.
Álvaro conoció a Luciano en el día nacional de Italia,
cuando estábamos celebrando
que había erradicado doce mil hectáreas de opio
y al año siguiente erradicaríamos otras doce mil
y en esos campos crecerían mandarinas, aguacates y piñas tropicales,
para hacer pizzas hawaianas en Manhattan.
No se puede hacer una pizza hawaiana sin piñas.
Luciano iba a ir a comer linguini al Intercontinental
la noche que los talibanes lo atacaron.
Le salvó que Álvaro le invitó a su casa
a tortilla de patata, queso manchego y vino.
Fue una lástima que Álvaro no hubiera invitado también
al Doctor Barnard del Banco Mundial.
Una bala le atravesó el corazón
mientras esperaba unas brochetas de cordero.
Mejor así,
se ahorró descubrir que estaban frías y correosas
y de tener una bronca con el camarero.
La bomba que estalló frente a la Embajada
mató a tres niños.
Mejor que fueran niños, que no
hombres hechos y derechos
capaces de empuñar un kalashnikov.
Producir niños es fácil y barato,
apenas un golpe de riñón,
pero hacen falta trece años
para conseguir un soldado
que sepa manejar un arma
y quiénes son los malos.
A punto de llegar a la avenida
Sahra recordó
que no había tendido la colada.
Dudó un momento.
No merecía la pena.
Volvería en cuatro días.
Tres días después
los talibanes entraron en Kabul.
Sahra no volvió.
Mis cuentos