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Blogs Bukubuku por Emilio de Miguel Calabia

Las relaciones internacionales no son para estómagos delicados

Emilio de Miguel Calabia el

Por la mañana debatimos sobre cómo proteger los bancos de atunes del Pacífico Sur. Por la noche cenamos tataki de atún.

* * *

De 9 y media a 11 atendimos a la exposición que nos hizo ACNUR sobre la angustiosa situación de los refugiados sirios. A las 11 y 5 fue la pausa del café. Había canapés de salmón ahumado. Estaban rancios.

* * *

El delegado ruso era un hombre pequeño y barrigón. Tenía la piel tan arrugada y parecía tan viejo que nos decíamos que seguro que su primer trabajo diplomático fue llevarle el maletín a Stalin en Yalta. Lo que nos maravillaba era su agilidad en los cócteles que teníamos todas las noches después de las reuniones. Apenas salía la bandeja con los canapés de paté o los de huevas de salmón, ahí se dirigía como un rayo y al instante le veíamos con uno en cada mano, mientras masticaba un tercero; para cuando llegábamos a su altura, ya iba por la segunda ronda, y la bandeja comenzaba a estar disminuida.

No sabíamos cómo lo hacía, porque era tan bajo que no cabía suponer que su estatura le permitiese otear la entrada de los camareros por encima de las cabezas de los invitados y la cháchara de las conversaciones impedía oír cómo se abrían las bien aceitadas puertas del salón. La única explicación es que toda una vida dedicada a la diplomacia le había proporcionado un sexto sentido, que le indicaba cuándo salían las bandejas y cuáles eran las mejores, porque, eso sí, cuando los canapés eran de pepino, ni se movía de donde estuviera.

Las conferencias internacionales son como una justa medieval. Por la mañana te peleas por la adjetivación de un texto con la aplicación de un sabio talmúdico. Por la noche, te reúnes en cócteles, donde conspiras, preparas las jornada del día siguiente, formas alianzas, pones zancadillas y tomas canapés. El delegado ruso llevaba toda la conferencia objetando la Declaración de la Presidencia por el punto 12, que mencionaba la situación en la Península de Crimea. Que alguien se empecine en su posición y nos tenga negociando hasta las dos de la madrugada para romper el impasse, jode, pero va con el sueldo. Lo que no va con el sueldo es ver cómo cada noche el jodido ruso se lleva los mejores canapés.

Al cuarto día, después de no haber dormido más de cuatro horas, por culpa del ruso, del punto 12, de la Península de Crimea y de la madre que lo parió, le comenté al delegado italiano mi desazón y todo lo que había llegado a odiar al ruso. El italiano compartía mis sentimientos y aún peor, porque me dijo que la tarde del segundo día circularon unos canapés de caviar beluga, que son como los extraterrestres, que no se sabe bien si existen y no te acabas de fiar de quienes afirman que sí y que los han catado (a los canapés me refiero, no a los extraterrestres). Antes de que cayera la URSS, cuando yo hacía mis primeros pinitos en la diplomacia, parece que en los países del bloque soviético los canapés de beluga eran una aparición regular. El primer síntoma de la descomposición del régimen soviético fue cuando los sustituyeron por canapés de huevas de lumpo. Desde entonces ya nada había sido igual. Por eso se entenderá que nuestra indignación con el ruso había alcanzado niveles estratosféricos.

Acordamos que en el cóctel de la noche, le marcaríamos férreamente. Cuando viésemos que cogía carrerilla, le pondríamos la zancadilla. Y entonces nos lanzaríamos sobre la bandeja de los canapés.

Dicho y hecho. Apenas se puso a correr el ruso, el italiano extendió el pie. Con las prisas, el ruso trastabilló y cayó a los pies de la delegada lituana, mientras el italiano y yo nos poníamos las botas. Cuando el ruso llegó a la bandeja, no quedaban ni las migas. Se dibujó en su cara un gesto mitad de ira, mitad de decepción. Seguro que desde la caída del Muro de Berlín no había vivido un acontecimiento más humillante que aquél.

A las 9 sonó el timbre y nos tocó volver a la sala de reuniones. El Presidente dijo que, como era tarde, nos limitaríamos a revisar los puntos donde aún subsistían desacuerdos poco serios y que dejaríamos el punto 12 para el día siguiente. A todos nos pareció bien. No sé qué fue mejor, si el anuncio del Presidente o la cara enfurruñada del ruso, que miraba la reunión como si aquello fuese el Congreso de Viena y le acabasen de adjudicar la Karelia, cuando esperaba conseguir Varsovia.

Sin el punto 12, la reunión fue avanzando a buen paso y la perspectiva de que esa noche terminaríamos a las once, nos puso a todos de buen humor. Incluso al griego se le pasó reclamar cuando alguien se refirió a “Macedonia del Norte” como “Macedonia” a secas. Reinaba una atmósfera de confraternidad eufórica, que si en ese momento nos hubiesen puesto a negociar un tratado sobre la desnuclearización de la Península Coreana, no creo que nos hubiese tomado más de media hora concluirlo.

A las once menos diez, el ruso pidió la palabra. “Presidente, he recibido instrucciones. Deseo reabrir los puntos 2, 3, 4, 6, 10, 11, 16, 17, 19, 22, 23 y 24.”

* * *

Hubiera debido escuchar a Blanca, cuando me avisó sobre la comida laosiana. El primer bocado es delicioso; es con el segundo que te das cuenta de que lo que estás comiendo es chile puro con algo delicioso. El agua no sirve de nada para el fuego que tienes en los labios, la lengua, la boca y la garganta. El arroz es lo único que ayuda algo, tampoco mucho. Y lo peor es saber que ese sentimiento ígneo se convertirá en un escozor intenso en las partes bajas cuando vayas a hacer de vientre.

A las dos y media reanudamos la sesión. Ahora íbamos a tratar sobre la Convención de Naciones Unidas sobre Derecho del Mar y mis instrucciones estaban claras. Tenía que oponerme firmemente a cualquier intento de aumentar la extensión de la Zona Económica Exclusiva hasta las 350 millas. “Es muy importante para España”, me había dicho el Secretario de Estado, cuando despaché con él en Madrid. Esa tarde, mientras hacía la maleta, cogí el llavero que tengo de La Legión y musité el conjuro que me ha ayudado en tantas negociaciones a lo largo de la vida. “Por mis huevos”.

Desde el primer momento se vio que había una mayoría de Estados que estaban por modificar la Convención y ampliar la Zona Económica Exclusiva. Las negociaciones internacionales son como las olas los días de marejada. Interviene Chipre y defiende la posición opuesta a la tuya. Eso es la espuma de una ola lejana. Le siguen Mauricio y Omán. La ola va creciendo y ya no parece tan inofensiva. Se unen el Reino Unido y Brasil y aquello ya parece la madre de todas las olas y tú en plan rompeolas, rezando porque el delegado norteamericano se quede callado, que si no aquello va a ser un tsunami. Después de que el delegado indonesio hubiera intervenido en el mismo sentido que los demás. Miré hacia el sitio del norteamericano. Estaba vacío. Se ve que él tampoco había escuchado el aviso de la Blanca norteamericana.

Pedí la palabra y justo en ese momento sentí algo en el estómago. Algo que parecía una ola pequeñita a lo lejos, pero que empezaba a crecer. Calculé que quedaban tres delegados antes de que me llegase el turno. Ahora estaba hablando el maltés. Inesperadamente defendía la misma posición que España. Cuando terminó de hablar, el camboyano pidió réplica. El Presidente se la concedió. El camboyano comenzó, de manera morosa, a desmontar los argumentos del maltés. En mi estómago se había desatado una tempestad, que pedía salir por algún sitio. Crucé las piernas y apreté los esfínteres. Un goterón de sudor me cayó por la frente.

Cuando el camboyano hubo terminado de hablar, el maltés se limitó a decir que pediría nuevas instrucciones. Resultaba imposible rebatir a un delegado que hablaba el inglés tan bien y tan despacio, marcando cada sílaba. No puedes discutir con Shakespeare y menos si Shakespeare amenaza con hacer que la reunión dure una hora más.

Al maltés le siguieron la chilena y la sudafricana. Afortunadamente ambas estaban de acuerdo con el camboyano. “¡España!”, dijo el Presidente, en mismo instante que mi estomago crujía de manera amenazadora. Comencé a exponer los argumentos que había estado ensayando desde Madrid. Teniendo en cuenta que la mitad de mi mente estaba focalizada en mis movimientos intestinales y el control de los esfínteres, creo que no lo hice demasiado mal.

Cuando terminé de hablar, observé que el camboyano levantaba la mano. “Camboya tiene la réplica”, anunció el Presidente. En mi estómago ya no había una tempestad; mi estómago era una bomba de relojería esperando estallar. “Presidente”, dije saltándome el protocolo, “me sumo a la mayoría”.

 

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