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Blogs Bukubuku por Emilio de Miguel Calabia

La poeta que escribía versos libres (4)

Emilio de Miguel Calabia el

El día siguiente a un polvo inesperado y con posibilidades de convertirse en una gran historia de amor los protagonistas suelen caminar entre nubes, sonreír bobaliconamente y enterarse a medias de lo que les dice el resto de la humanidad, con excepción de una persona: la recientemente hallada en posición vertical y que terminó en posición horizontal. El arrobo de Manuel fue lo suficientemente grande como para entrar en una librería y pedir si tenían algún libro de Azucena Paredes. Le respondieron que no y para no salir con las manos vacías, se compró el primer libro de poesía que encontró, que por casualidad era de Gabriel Celaya y así supo Manuel que su respuesta de que “la poesía es necesaria como el pan de cada día, como el aire que exigimos trece veces por minuto” además de acertada, había sido plagiada.

Al anochecer, Azucena le llamó y le preguntó que cómo había sido su día y le contó mil naderías de la biblioteca de distrito en la que trabajaba y donde se aburría y dedicaba sus ocios a escribir versos libres que eran como el Big Bang y lo más parecido que ningún poeta hubiese llegado nunca a poner en verso libre la mecánica cuántica. Azucena le habló un poco de lectores que no devolvían los libros, arrastraban las sillas el levantarse y no ponían en silencio el móvil, dándole a entender que su vida bibliotecaria tenía algo del Infierno de Dante. Manuel se mostró compasivo, comprensivo, caritativo e hizo méritos para que la cita de dos noches después también terminase en polvo.

“Los demonios verdes” era un cafetín con ínfulas de bohemia literaria que estaba en el Barrio de las Letras. Lo frecuentaban letraheridos de toda edad, condición y orientación sexual. También lo frecuentaban pseudo-letraheridos que habían oído que la poesía era una gran excusa para ligar. A estos últimos se les reconocía porque pasaban más tiempo mirando a las mesas en derredor que concentrándose en el escenario y porque había algo en su halitosis que indicaba que jamás habrían sabido encontrar algo que rimase con camión, que es la rima más sencilla de la lengua castellana.

A Manuel aquella noche le podemos colocar en una categoría especial, que no es ni de letraherido ni de pseudo-letraherido, en atención a que iba allí a corroborar su atracción por Azucena y a que se había leído tres poemas de Celaya en las pasadas cuarenta y ocho horas.

El cafetín tenía un escenario al que subían los poetas consagrados, los poetas que intentaban sacar la cabeza, los poetas en ciernes y los primos de los poetas, para leer sus poemas previo acuerdo con los dueños del local de que no ocuparían el escenario más de treinta minutos y no utilizarían la palabra “próstata” en sus poemas en atención a que al dueño del local le había hecho mucho daño la ídem y se la habían tenido que extirpar. Los poetas, agradecidos por disponer de ese escenario, respetaban escrupulosamente el acuerdo y se congratulaban de que el dueño del local anduviese bien del corazón, que es un órgano mucho más necesario para escribir poesía.

Azucena subió al escenario sobre las nueve y media e iba vestida, según ella, a lo Isadora Duncan, lo que implicaba un gran fular blanco al cuello y unas sandalias de esparto. También llevaba un pantalón holgado de color morado y un chaleco negro sobre una camisa multicolor, ignorándose si éstos aditamentos también formaban parte del atuendo Duncan.

– A continuación voy a leeros algunos versos de mi poemario “Nueces cuerdas”- anunció, mientras se atusaba el pelo. Comenzó a leer:

El Tarot

En la semilla de un puerro
Dormitan lo bueno y lo malo
Evaristo e Idomenea,
Chimo y Jacinto
Ninguno de los dos se ha pedido,
Ninguno de los dos ha amado,
Salvo ayer por la tarde a las tres y media.
Mover la semilla
Con ventosidades
Es una marranada pero es fácil.
Azucena levitaba mientras leía y Manuel era partícipe de esa levitación; sentía que por el hecho de haberle echado tres polvos ya le correspondía algo de aquellos poemas.
Invidente
Cruzar a la pata coja el torrente
De agua de albañal.
El alma descarnada
Es una sonrisa careada
Y la lengua perfila
Un paralelípedo encarnado.
En la mesa de al lado hubo como un revuelo. Manuel se giró. “Es malísima”, oyó. “No puedo parar de reírme”. Eran tres treintañeros con gafitas, barba, coleta y entradas más que incipientes, respectivamente. El de la barba había pronunciado la primera frase; la de la coleta la segunda y el de las entradas más que incipientes se estaba sonando con cierta aparatosidad. “Tú también estás leyendo poesía, ¿eh?”, le dijo la de la coleta.
l hechizo se había roto. Manuel ya no estaba levitando. Como una serpiente, una idea empezaba a deslizarse por su cabeza: ¿y si los poemas de Azucena eran realmente malos? La miraba leer en el escenario entusiasmado y la pregunta le mordía y le inyectaba su veneno. “No, son buenos”, se dijo, aunque la pausa mental le salió tan breve, que la frase resonó en su cabeza como “No son buenos”.
¿Qué grado de compromiso puede tener un hombre con una poeta con la que ha echado tres polvos y compartido dos cruasanes en la mesa de su cocina? ¿Tanto como para subirse a la mesa y gritarle a todos los asistentes que Azucena es la Gil de Biedma del siglo XXI (este gesto heroico tiene el problema de que Manuel no sabe quién es Gil de Biedma; podría compararla con Gabriel Celaya que sí que sabe quién es, pero después de haber leído cinco poemas suyos y no haberlos entendido muy bien, no sabe si la comparación sería un piropo o un insulto)? ¿Tanto como para arrojarles la cerveza y retarles a duelo a primera sangre con un mondadientes? ¿Tanto como para afearles su conducta, insultarles y avergonzarles delante de todo el local? Manuel dijo entre dientes: “Pues a mí me gustan” y confió que sus palabras llegasen a la mesa de al lado. Puede parecer poca cosa, pero Manuel tiraba a apocado y tímido, así que podemos tomarlo como un indicio de que empezaba a verse como pareja de Azucena.
Azucena bajó del escenario esplendorosa. Flotaba, que es la manera de levitar cuando te pones en movimiento. El de la barba, la de la coleta y el de las entradas más que incipientes le dirigieron una mirada sardónica. Por suerte no les vio.
– ¿Te gustó?
– Mucho.
Azucena le sonrió de una manera que no le había sonreído ni cuando los tres polvos ni cuando se tomaron los cruasanes. Era una sonrisa amplia, como de niño en día de Reyes; una sonrisa amplia y felina, aunque los gatos no son conocidos por sus sonrisas expansivas, pero Manuel era más bien de perros y no sabía cómo sonreían los gatos; una sonrisa amplia, felina y como la de la Mona Lisa, que ya Manuel estaba empezando a desbarrar porque tampoco sabía cómo sonreía realmente la Mona Lisa, que nunca había estado en París. Acaso se estuviese enamorando.
Otra vez vinieron a sacarle del ensueño retazos de conversación de la otra mesa. “…Infumable…” “… de solemnidad” “qué risas”. No era de odiar, pero odió en ese momento con todas sus fuerzas a los de la otra mesa. Supo que odiaba porque sintió presión en las sienes y el corazón se le aceleró y aunque ésos eran los mismos síntomas de cuando le embargaba la pasión erótica, faltaba la inconfundible tensión en las gónadas inferiores.
– ¿Nos vamos a algún otro café más tranquilo?- propuso, para sacarla de la presencia de aquellos tres enemigos de la poesía.
– Pero si aquí estamos muy bien, rodeados de poetas.
– Prefiero un café más tranquilo y con menos luz. Un sitio más tranquilo para hablar.
Sin saberlo, Manuel había pronunciado una de las palabras claves para Azucena. “Hablar”. Para Azucena hablar era vivir. Pero no bastaba hablar de cualquier cosa. Había que hablar de lo que realmente importaba, el universo, su poesía (la de Azucena, la música de las esferas del universo venía en segundo lugar), el amor (pero no en abstracto, sino en relación con los amores que Azucena había tenido), los gatos que había tenido, los espantos que debía sobrellevar en la sórdida biblioteca-antesala del infierno en la que trabajaba, la poesía (como tema introductorio a una conversación sobre los versos libres de Azucena) y, finalmente, la propia Azucena. La perspectiva de horas de conversación, o de monólogo, la hizo entrar en trance. Tendió su mano a Manuel y se dejó llevar por las calles del Barrio de las Letras cual Anquises sobre los hombros de su hijo Eneas.

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Emilio de Miguel Calabia el

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