Emilio de Miguel Calabia el 23 jun, 2018 Manuel ingresó en el grupo, situándose a tres pasos del costado derecho de la persona no-hombre y no menopáusica. Curiosamente los sentidos embotados que le habían impedido captar el tatuaje de alerta en la frente de la persona mencionada, captaron en una fracción de segundo que el jubilado viejo verde que estaba a tres pasos a la izquierda de la persona mencionada, la miraba con atención y sin duda, estaba dominado por las mismas gónadas que él. En un instante el jubilado viejo verde, pasó a convertirse en un menorero panzudo y con lamparones en la camisa. De las tres cosas, dos eran ciertas, pudiendo entrarse a debatir si también se le aplicaría el atributo de menorero. Javier, con el megáfono, iba invitando a los poetas paseantes primaverales a que leyesen sus obras. La persona no-hombre y no-menopáusica comenzó a agitarse nerviosamente, mientras esperaba su turno. Tenía las manos crispadas sobre papel con su poema y el cambio de peso de una pierna a otra, se había vuelto tan acelerado, que más que estar de pie, se ondeaba, como si quisiese hacer la ola a los poemas rivales. Y de todo ese movimiento, lo único con lo que se quedó Manuel es que tenía un culo espléndido. Por fin le llegó el megáfono. Desplegó la hoja, que ahora estaba toda arrugada, con mano temblorosa y comenzó a leer con voz desafinada: GALAS PRIMAVERALES Dentro del cementerio Zarzas y espinos La mano huesuda Que emerge de la tierra. Fuera en la calima Huele el jazmín a hipotenusa ¿Qué es qué? La persona no-hombre y no-menopáusica calló y miró en derredor con gesto inquisitivo, como preguntando “¿y bien?” Manuel se adelantó por medio segundo al jubilado viejo verde panzudo, con lamparones y acaso menorero. – Fascinante. Me ha encantado. La persona no-hombre y no menopáusica le miró de hito en hito y sólo cuando hubo descartado las posibilidades de que Manuel estuviera burlándose de ella o de que fuera un bruto incapaz de apreciar un buen poema, sonrió. – ¿Qué es lo que más te ha gustado del poema? A Manuel lo que más le había gustado del poema había sido el culo de su autora y perdido en su contemplación, no había prestado atención a los versos. Aunque solía ser lento de reflejos, las más de tres semanas sin follar le habían dotado de un ingenio especial, que solía estar ausente en el día a día. – Todo. El poema está tan bien hilvanado que es imposible destacar un elemento de entre los demás. Es como una sinfonía en la que cada nota es necesaria. La respuesta fue la correcta. La persona no-hombre y no-menopáusica le informó de que su nombre era Azucena y aceptó que Manuel, sin motivo aparente, redujera la distancia entre los dos a un paso. El jubilado viejo verde aceptó su derrota deportivamente. Se alejó dos pasos de Azucena y comenzó a otear entre el grupo de poetas menopáusicas. Se estableció tácitamente que a partir de ese momento Manuel sería el escudero de Azucena y acompasaría el paso al suyo y le daría algo de charleta, la justa para que ella estuviera entretenida, pero no tanta que se hiciera pesada y le impidiera seguir los poemas que se leían en cada parada. – La poesía es la vida- declaró Azucena solemnemente. Para Manuel la vida eran muchas cosas: los partidos del Real Madrid, los bocadillos de calamares del bar de la esquina, la película Emmanuelle negra, que ocupaba un lugar especial en su imaginario erótico desde que la vio a los catorce años, el crucigrama del periódico cuando conseguía terminarlo… Y bueno, ahora que había descubierto a Azucena y a su culo, hasta podía aceptar que la poesía también era la vida. Manuel debió de hacer bien su papel de escudero, porque cuando el grupo se dispersó, Azucena le propuso que tomaran una copa en un local cercano. Era un local de paredes ocres, mesas de velador, fotos en blanco y negro de escritores en las paredes y terraza que daba a un parquecillo. A Manuel le trajo recuerdos de su primer amor y eso le pareció buena señal. Apenas se hubieron sentado, Azucena le hizo la ficha y Manuel debió de responder bien a todas las preguntas, porque lentamente Azucena se fue relajando y hasta sonrió por primera vez en la tarde. Las preguntas eran las esperables y Manuel las había respondido muchas veces en su vida, aunque la decimosexta tenía enjundia: “Para ti, ¿qué es la poesía?” Por suerte Manuel había tenido una novia poeta que una vez le dijo algo que le llamó la atención y que se le había quedado grabado. – La poesía es necesaria como el pan de cada día, como el aire que exigimos trece veces por minuto. – ¡Ah! ¿eres también fan de Gabriel Celaya?- La sonrisa de Azucena indicaba que había tocado la tecla adecuada, aunque no supiese quién era ese tal Gabriel Celaya. Ahora se trataba de escuchar y no hablar mucho, no fuera a cagarla. – Es tan raro encontrar a hombres que vibren con la poesía. La mayor parte de los que me encuentro que dicen que les gusta, lo dicen solo porque me quieren echar un polvo. Los hombres con tal de follar hacen lo que sea. Pero se nota que tú eres diferente. Manuel no era diferente y también quería follar, pero era más tímido que la media y no solía contradecir a nadie. Hay parejas que nacen de equívocos aún mayores. – ¿Quieres que te lea alguna de mis poesías?- La pregunta era de las sencillas. Si quería que la noche se prolongase, Manuel sabía que tenía que responder que sí, aunque es posible que la respuesta fuese lo de menos, porque antes de que hubiese hablado, Azucena ya estaba rebuscando en su bolso que, si hubiera sido dos pulgadas más grande, habría ascendido a la categoría de bolsa de viaje. – LA AUSENCIA En zapatillas y con rulos Tremenda como una cordillera No tiene móvil Ni se lo quiere comprar. – A mí también me impresiona la ausencia- comentó Manuel, por decir algo y porque decir que lo que le impresionaba era todo el tiempo que llevaba sin follar, no le pareció adecuado. – Lo escribí cuando un novio que tenía se fue muy lejos. Imagínate. Se había ido a pasar el fin de semana a Navalcarnero. Sin mí. La frase hubiera debido ser como una gran banderola roja en una playa batida por un temporal. Era una frase cuyo eco decía “peligro, peligro, peligro” y era un eco tan sonoro, que las botellas de los estantes tintinearon y la camarera de la barra sintió como un escalofrío, que atribuyó a la puerta mal cerrada del almacén, sin saber que fuera, a cinco metros, en una mesa redonda, se escribían los primeros renglones de una tragedia. – Mira, ésta la escribí una noche de julio que dormí con la ventana abierta: El vómito del último borracho Arropa mi sueño Y me hace soñar Con el Amazonas. – Yo también he tenido esa experiencia en verano- dijo Manuel.- Pero en mi calle no hay borrachos. – O sea que nunca sueñas con el Amazonas. – Con el Manzanares todo lo más. La respuesta debió de ser más atinada de lo que creía Manuel, porque ella le cogió la mano, se la apretó con fuerza y dijo “me gustas”. Manuel lo único que pensó fue: “Esta noche follo”. LiteraturaMis cuentos Comentarios Emilio de Miguel Calabia el 23 jun, 2018