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Blogs Bukubuku por Emilio de Miguel Calabia

Federico Palomera (y 5)

Emilio de Miguel Calabia el

– Hoy tienes reunión de padres, ¿verdad?

– Sí, a las seis.

– ¿Irán los padres de Federico Palomera?

– Me imagino que sí.

– ¡Quiero acompañarte!- Bueno, ahora estaba claro que no estaba soñando y que la amabilidad de Ana había sido interesada.

– Los cónyuges de los profesores no suelen ir a esas reuniones. No sería profesional. Además, son muy aburridas.

– ¡Quiero acompañarte!

Podía optar por una posición de firmeza y continuar con la guerra fría y no tan fría que habían mantenido durante toda esa semana o podía contemporizar y estirar un poco más ese rato de apaciguamiento. “¿Me alcanzarías un par de madalenas para mojarlas en el café?” Si uno va a claudicar y lo sabe, que no sea a cambio de nada. Por lo menos que el trato lleve aparejadas un par de madalenas.

Llegaron al anfiteatro justo cuando el director comenzaba su discurso. El director habló de los principios que el Liceo quería inculcar a sus alumnos y de los objetivos que perseguía, que eran los de crear ciudadanos con conciencia y espíritu crítico. A continuación intervino la jefa de estudios, que controlaba toda la jerga seudopsicológica que había que controlar y utilizaba un lenguaje inclusivo exquisito, que hizo ver a los padres que los métodos de enseñanza allí utilizados eran ante todo “científicos” y habían sido “testados” por las instituciones más avanzadas del mundo. Se oyó un “oh” quedo de admiración por parte de los padres, que hizo concebir esperanzas de que no pondrían demasiadas objeciones a la subida de tasas que la dirección estaba preparando para el segundo trimestre. Concluida la presentación, se abrieron las puertas del anfiteatro y los padres se dispersaron en dirección a las aulas, donde se reunirían con los profesores de sus hijos.

* * *

Eduardo supo al momento que la pareja que entraba en el aula eran los padres de Federico Palomera. Él mediría un metro noventa y era corpulento. Uno hubiera podido imaginárselo como uno de esos forzudos de los circos que doblaban barras de hierro con las manos. Lucía una calva reluciente, que se intuía que estaba planeando dejársela en herencia a su hijo. Era una calva de filósofo y tan lustrosa que uno casi podía verse reflejado en ella. Como para compensar una alopecia tan sublime, el hombre tenía unos bigotes de largas guías, como los del Kaiser Guillermo II, que se atusaba con elegancia y aires de propietario orgulloso. Su mujer era como cuarenta centímetros más baja que él. Bonita y bien proporcionada, desprendía un aire de fortaleza, que hacía pensar que el día de la boda fue ella quien llevó en brazos a su flamante marido para salir de la iglesia, después de haberse dado el sí quiero, que es posible que fuera más bien un “sí, quiero y éste también quiere”.

La pareja se le acercó. El hombre le estrechó la mano, como si estuviese entrenándose para doblar su siguiente barra de hierro y se presentó:

– Buenas tardes, soy Amalarico Palomera, el padre de Federico.

El nombre dejó estupefacto a Eduardo. Era demasiado perfecto como para ser cierto. Tenía las mismas características eufónicas del nombre de su hijo con el añadido de la “A” inicial, que le daba un empaque especial. El nombre podía, además, descomponerse de manera que sirviese de guión para una ópera trágica: “Ama a la Rico” y uno podía imaginarse a un burguesote padre de familia, enamorándose perdidamente de una cabaretera, la Rico, de buen corazón, que al final acabaría apartándose de él para no romper su familia y moriría tuberculosa en algún tugurio. Sin darse cuenta, en un momento, había reescrito la Dama de las Camelias, llevado por el impulso del nombre.

– Buenas tardes, yo soy Pía Pí, la madre, aunque me pueden llamar 3,1416, que suena mejor.

– Dígame sinceramente- dijo el padre- ¿cómo va nuestro hijo? ¿Se porta bien?

– Va muy bien. Es de los más brillantes de la clase, en cuanto a su comportamiento…

– ¿No me diga que les ha dicho a sus compañeros que lo que ocurre en el aula es un pálido reflejo de la realidad y que lo que tienen que hacer es mirar por la ventana?- preguntó 3,1416 muy preocupada.

– No es mal chico,- intervino Amalarico- pero se le ocurre cada idea más rara… Fíjese que esta tarde, antes de venir, he entrado en su cuarto y me lo he encontrado en la cama, mirando el techo en silencio. Le he preguntado que qué hacía y me ha respondido: “De lo que no se puede hablar, hay que callar.”

Eduardo pensó que no estaba mal. Ahora había reinventado a Wittgenstein. Al menos estarían todos muy callados la semana siguiente.

– Si quiere que le dé un consejo,- siguió hablando el padre- cuando se le desmande, le pone a dar vueltas al Liceo. No hay como unas buenas agujetas para que se te quiten las ganas de pensar.

– ¡Qué cosas dices!- le reconvino 3,1416.- Si le causa problemas, me lo manda a casa, que un par de zapatillazos bien dados en el culo son mano de santo.

– Bueno, a lo mejor exageré un poco con lo de su comportamiento. Creo que, bien mirado, no es para tanto.

– Sepa que es para nosotros un honor que alguien que se ve tan inteligente sea el tutor de nuestro hijo- dijo Amalarico.

– Sí- añadió 3,1416- y esperamos que no le ocurra lo mismo que a su último tutor.

– ¿Qué le ocurrió?- preguntó Eduardo, estremecido.

– Tuvo que pedir una baja por una crisis de ansiedad. Federico lo sintió mucho, porque le apreciaba un montón. Me hago cargo de que la carrera de profesor es muy sacrificada y de que trabajan mucho. Seguro que les debe caer cada alumno problemático, que ya, ya.

– No lo sabe usted bien.

Amalarico volvió a estrecharle la mano para despedirse, como si temiese que a la primera la barra de hierro no hubiese quedado lo suficientemente doblada. 3,1416 le dio un beso dulce en la mejilla, como si quisiera compensarle por no haberle traído unas torrijas para endulzarle la vida.

Cuando hubieron salido, Ana, que lo había observado todo en silencio desde uno de los pupitres del fondo, comentó: “Son magníficos. Estoy segura de que si tuviéramos un hijo nos convertiríamos en unas personas tan magníficas como ellos”.

– ¿No somos ya lo suficientemente magníficos como estamos ahora?

– No. Nos falta algo. Nos falta un hijo. Venga, vámonos. Hoy es uno de mis días fértiles. Tenemos que aprovecharlo.

Se le vino a la cabeza aquello de que de lo que no se puede hablar, hay que callar. La decisión de que tendrían un hijo hacía semanas que estaba tomada, pero sólo ahora Eduardo se había enterado.

 

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