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Federico Palomera (2)

Emilio de Miguel Calabia el

Partió al trabajo con una sensación ominosa, como si el cielo se fuese a derrumbar sobre su cabeza. Ahora ese temor de los galos de Astérix ya no le parecía tan absurdo. No había tenido un sentimiento así desde el día de su boda. Hasta ahora los temores de aquel día no se habían materializado y Ana y él seguían siendo muy felices, pero desde que leyó a Sartre desconfiaba de los humanos y de su capacidad de ser felices, empezando por el propio Sartre que debía de ser un narcisista y un ególatra de narices, pero al menos no se entrometía en sus sueños ni tenía un nombre inverosímil. Había más probabilidades de encontrarse a alguien que se llamase Jean-Paul Sartre, que es un nombre anodino, que no Federico Palomera.

Pero todo eso eran digresiones para distraerse y no pensar en los siguientes pasos: coger la cartera, salir de casa, enfilar hacia el metro, bajar las escaleras, pasar el torno, escuchar al senegalés del top-manta “¿tú kiere sinta vidio?”, esperar el tren, subirse al vagón… Rutinas diarias, que esa mañana se le hacían insoportables.

Apenas entró en el Liceo, le abordó María Jesús de Secretaría. “Hoy va a empezar en tu clase un alumno nuevo. Es hijo de unos amigos del director.”

– Pero si llevamos ya mes y medio de clases. ¿No lo puedes meter en otra sección?

– El director quiere que le trates con mucho miramiento. Me ha dicho además que es flemático, o dramático, o asmático… no sé ya sabes lo bajito que habla y lo poco que vocaliza. Mira ahí viene. Te lo voy a presentar.

Por el pasillo venía un adolescente desgarbado. Tenía el aire distraído y parecía que la realidad le resbalase por encima de la piel, sin mojársela. Puede que fuera flemático. Tenía unos andares peculiares, como los de Gary Cooper en solo ante el peligro o como los de un filósofo antiguo griego que anduviese tomándole el pelo a conquistadores macedonios, a sabiendas de que lo único que importa al final es una tostada untada con queso de cabra y bañada en aceite de oliva. Puede que fuera dramático. María Jesús le chistó para llamar su atención, el adolescente la miró como si fuese un contratiempo del destino para alterar su perfecta trayectoria zinzagueante rumbo al aula. Tosió un par de veces con fuerza y se fue hacia ellos. Puede que fuese asmático.

– Mira, Eduardo. Te presento a tu nuevo alumno. Se llama Federico Palomera.

Eduardo se quedó congelado como si le acabasen de presentar al Maligno cuando era adolescente. Un sudor frío le corrió por la frente y los dientes le castañearon. “Sígueme. Vamos al aula”, fue todo lo que acertó a decir.

Más tarde, ya al comienzo de la segunda hora, que ese día estaba dedicada a “Madame Bovary”, el miedo empezó a dar paso a la curiosidad. Eso sí, a una curiosidad amedrentada. Federico había escogido un pupitre que no estaba ni tan lejos como para poder hacer crucigramas sin que lo notase el profesor, ni tan cerca como para estar siempre en el punto de mira del maestro. Toda la primera hora la pasó mostrando interés por lo que Eduardo les tenía que contar sobre el pensamiento político de Bossuet. Federico parecía tranquilo, aunque la manera en que agitaba los pies debajo de la silla,- como si se le hubiese metido arena en los zapatos-, permitía descartar que fuese flemático. Más allá del detalle de los pies, no hizo nada inusual, ni trató de llamar la atención. Podía descartarse que fuese dramático. En toda esa hora, ni tosió, ni se llevó un inhalador a la boca. Seguro que no era asmático.

Lo único que le llamó la atención de Federico era su pelo castaño. Era un pelo que parecía haber sido puesto sobre su cabeza con el único fin de caerse algún día y más pronto que tarde. Es como si Federico hubiera nacido con vocación de calvicie y ese pelo se lo hubieran puesto deprisa y corriendo unos segundos antes de nacer, porque su ángel guardián hubiera caído en la cuenta de que no conviene que uno se quede calvo antes de los veinte.

Hacia la mitad de la segunda hora, Eduardo no pudo contener su curiosidad y decidió hacer un experimento. La preguntaría algo ni muy fácil, ni muy difícil para ver cómo razonaba. “A ver, Federico, ¿podrías explicarnos brevemente la trama de Madame Bovary?”

– Es la historia de un buen padre de familia al que su mujer le pone los cuernos y le arruina la vida.

Yo diría que es la historia de una mujer insatisfecha, que, llevada por una mentalidad romántica aspira a más en lo material y lo sentimental de lo que su marido burgués puede ofrecerle.- Llevaba diez años explicando “Madame Bovary” de esa manera y así era como a él se la habían explicado veinte años antes. La literatura no es como los trajes de mujer que cambian a cada estación.

– Entonces, ¿por qué la novela empieza con la llegada de Charles Bovary al colegio y continúa aún tres capítulos más después de que haya muerto Madame Bovary?

Llevaba diez años enseñando “Madame Bovary” y nunca se le había ocurrido ese planteamiento, ni tampoco se le había ocurrido a su profesor, ni al profesor de su profesor… ¡Y pensar que no quiso ser profesor de Física porque cada pocos años hay un descubrimiento que pone patas arriba la disciplina!

– Interesante…- Y antes de que Federico pudiera añadir nada más, dio por terminada la clase y les mandó a todos al recreo quince minutos antes de tiempo.

Esa noche le contó a su mujer lo del nuevo alumno que se llamaba Federico Palomera y que era un calvo in fieri y que había hecho una lectura desasosegante de “Madame Bovary”. Cuando hubo terminado, Ana le miró fijamente y le dijo: “¡Quiero tener un hijo!”

– Cuando nos casamos, habíamos quedado en que no queríamos hijos.

– Eso fue entonces. Quiero tener un hijo.

– ¿Y un perro? ¿No te gustaría un perro?

La mirada de loba de Ana le indicó sin palabras que no quería tener un perro, sino un niño, una de esas cosas que tienen dos bracitos y dos piernecitas con cinco deditos en cada una de las extremidades y que se pasan los primeros tres años de vida haciéndose caca en los pañales y ésa es la parte que dicen los padres que es maravillosa, que parece que lo de limpiar mierdas de niño a diario es la parte más sencilla de la paternidad. Eduardo siempre había asociado los niños con gente a la que se le rompía la televisión o que no leían y por eso las veladas de los domingos se les hacían eternas y tenían que llenarlas de alguna manera, con adminículos de látex que se rompían y con noches de borrachera en las que la prudencia salía por la ventana. Los niños eran algo que les ocurría a los demás, no a ellos dos.

Con el pretexto de que tenía que preparar la clase del día siguiente, Eduardo se retiró al despachito que, si hubieran tenido un hijo, se habría convertido en su dormitorio y él se habría visto condenado a trabajar sobre la mesa de la cocina, oliendo a huevos fritos y a mahonesa revenida, como les sucedía a aquellos de sus compañeros que habían sucumbido a esa idea tan ridícula de perpetuarse, cuando hay tantas cosas que se pueden hacer en la vida y que no implican limpiar cacas ni llevar a hombros a un proyecto de ser humano que pesa ya 12 kilos y te está condenando a dolor crónico de cervicales treinta años más tarde.

Cogió de la biblioteca los poemas de Beaudelaire. Preciosistas, lascivos, sensuales, hablando de mujeres de rotundas caderas y de bocas de fresa. Recordó cuando los leyó en la adolescencia y se imaginó convertido en un poeta maldito, de ésos que se emborrachaban con ajenjo y declamaban sus poemas en los cafés para pasmo de la clientela y fascinación de odaliscas y demás mujeres de moral distraída que frecuentaban la bohemia. Por desgracia su hígado nunca le permitió que atravesase incólume el umbral de la segunda copa y era de los que se ponía a vomitar mucho antes de haber conseguido el pedete lúcido. Y en cuanto a lo de seducir odaliscas, su experiencia amorosa se contaba con los dedos de una mano y aún sobraba alguno. Estaba contento con Ana, que tenía proyectos de michelines en lugar de rotundas caderas, y la quería con una tranquilidad burguesa que Charles de Bovary habría entendido perfectamente.

La voz de Ana llamándole a la cama le sacó de su ensimismamiento. Cerró el libro de Beaudelaire y marchó al dormitorio.

 

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