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Federico Palomera (1)

Emilio de Miguel Calabia el

 

Soñó que estaba en el castillo de Montaigne y allí, en una sala en penumbra, a la luz de unas velas estaba escribiendo Michel de Montaigne. No era exactamente como el Montaigne de los retratos. Estaba completamente calvo y le faltaba el bigotito que solía adornar su labio superior. Eduardo se asomó por encima del hombro y leyó lo que estaba escribiendo: Si quiere salir incólume de un cóctel, observe el color de la mantequilla de los canapés: cuanto más pálida, más reciente, aunque siempre puede ser margarina…”

– ¡Qué está haciendo Vuesa Merced!- gritó Eduardo indignado.- ¡Tendría que estar escribiendo sobre la condición humana!

Sin darse ni siquiera la vuelta, y con cierta retranca, le respondió el escribiente: “¿Acaso hay algo más humano que los canapés? La codicia del invitado que se abalanza sobre la bandeja y coge dos, uno en cada mano, y se zampa el primero a toda velocidad, para que le dé tiempo a coger un tercero antes de que el camarero se escabulla. La lujuria de aquél al que un escote generoso se le cruza por delante de la bandeja de los canapés y empujado por la libido, se olvida de que allí ha ido a cenar, no a ligar. Y ese segundo de vacilación es aprovechado por otros invitados para construir una muralla de de gorrones que se le separará de las riquísimas miniquiches por toda la eternidad. La avaricia del que descubre una bandeja abandonada en un rincón, llena de canapés de salmón ahumado, y no los comparte con nadie, sino que se queda arrimado a la bandeja, cubriéndola con su cuerpo para que nadie advierta que allí hay un botín. La ira del colérico que descubre que la dama octagenaria con las perlas de imitación se ha llevado el último canapé de sucedáneo de caviar que quedaba en la bandeja. La gula del que sigue las bandejas por toda la sala, comiendo canapé tras canapé, tan preocupado por engullir, que se traga hasta los de pepino, que son los que nunca quiere nadie. La pereza del invitado que se queda sentado en una de las pocas sillas libres y que por no levantarse, ni chista a los camareros para que le acerquen a una bandeja. La envidia del que se tiene que conformar con un canapé de bonito, cuando el que le precedió en la bandeja pudo coger el de sobrasada de Mallorca. El diablo inventó los pecados capitales después de haber asistido a muchos cócteles. Así que no me hable de que los canapés no tienen que ver con la condición humana.”

Abrumado, Eduardo agachó la cabeza. “Discúlpeme, Maestro Montaigne, por no haber percibido la importancia de vuestro trabajo.”

– ¡Qué Montaigne ni qué niño muerto! ¡Yo soy Federico Palomera!

Se despertó sobresaltado y lo primero que se le vino a la cabeza fue que nadie podía llamarse Federico Palomera. Era un nombre demasiado perfecto: nombre y apellido tienen ocho letras y cuatro sílabas; las sílabas siguen el esquema consonante + vocal, que es el esquema más fácil de pronunciar de todos. Y, para rematar tiene todas las vocales, menos la “u”, que a Eduardo se le antojaba que era una vocal antipática y que la pusieron en el abecedario simplemente para que asustase. Sí, la “u” es la letra con la que los fantasmas meten miedo.

Ya no pudo conciliar el sueño. Eduardo era profesor de filosofía y literatura en el Liceo Francés Michel de Montaigne y le pareció que ese sueño era un mal presagio. Toda una vida de cartesianismo y materialismo no había conseguido borrarle lo que su abuela gallega le decía cada verano: “No existen las meigas, pero haberlas, haylas.”

A la hora del desayuno le contó el sueño a su mujer, incluyendo la relación entre los canapés y los pecados capitales. “… y entonces me dijo que no era Michel de Montaigne, sino Federico Palomera”. A su mujer se le pusieron los ojos como platos y el cruasán que estaba a punto de llevarse a la boca se le cayó en el café con la fuerza del meteorito que aniquiló a los dinosaurios y dejó el mantel blanco convertido en una vía láctea de estrellas de cafeína.

– ¡Yo también he soñado con alguien que se llamaba Federico Palomera!

– ¿Y eso?- Como la vida había venido demostrándole desde que era pequeño, su abuela tenía toda la razón del mundo. Había meigas.

Soñé que estaba en un palacio barroco. Estaba leyendo el cuaderno de un pendolista. Me acuerdo de lo que decía la página: “Cerca de aquella tumba amenazada por la explosión vegetal, había otra pequeña, blanca, con una inscripción en francés tallada en el mármol de forma oblicua que siempre nos hizo, a los niños, mucha gracia, como si uno solamente pudiera morirse en latín o en castellano, como si el francés — por no hablar del italiano— fuera una lengua excesivamente frívola para la muerte. El Director no, él se ha muerto en español y si me apuran, casi se muere en alemán, una cosa muy seria, poderosa, de acuerdo con esa enfermedad larga y pesada que ha hecho de sus últimos meses una especie de procesión lenta. Se le iba poniendo cara de mausoleo día a día y al final, se le adivinaba la calavera por debajo de la piel, sobre todo en las sienes, que son las que primero se descarnan y dejan adivinar, bajo el ángulo del pelo, la futura forma de la osamenta. Por eso la viuda tampoco debe estar tan triste, llevaba ya meses conviviendo con el cadáver.Sentí que alguien me observaba y estaba leyendo las mismas palabras por encima del hombro. Me volví y allí estaba él, con una chaqueta de terciopelo rojo. En el sueño yo sabía que se trataba de Giacomo Casanova. Era alto, apuesto y estaba completamente calvo…

– ¿Calvo?

– No tenía ni un pelo, sino una calva reluciente y hermosa, que reflejaba los cristales de la lámpara veneciana que colgaba del techo. Me ofreció su brazo, me levanté del sofá y me agarré a él. Entonces…- Ana se quedó callada. Estaba mojando el cruasán reblandecido en el café de una manera que daba a entender que estaba pensando en otra cosa.

– ¿Entonces, qué?- Fue una pregunta retórica. Estaba claro lo que había pasado. Ana le había puesto cuernos en sueños y lo malo es que parecía que le había gustado mucho. Nunca le había visto esa cara ni después de sus noches más apasionadas.

– Da lo mismo. Lo que cuenta es que al final del sueño yo le dije: “Eres maravilloso, Giacomo” y él me respondió: “Te equivocas. Soy Federico Palomera.”

 

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