Emilio de Miguel Calabia el 13 sep, 2020 A partir de ese momento el tiempo se detuvo para Eduardo. Lo único que contaba era el sábado de la próxima semana en la que irían a cenar. El resto del tiempo no contaba, estaba de sobra. En realidad, desde que murió su madre, los minutos le sobraban. Los únicos que contaban eran los 120 que Fernando pasaba en su salón cada jueves. Un poco demasiado tarde, se había dado cuenta de que la vida no es duración, sino intensidad y que había habido algo de vacío en todo el tiempo pasado con su madre. Les habían faltado novedades. Todas las casas necesitan que les abran las ventanas y las aireen y ellos nunca habían abierto las ventanas de su pequeño mundo de dos. La noche de la cena Eduardo se vistió con traje y chaqueta y se puso la corbata de la suerte que utilizaba en sus tiempos de opositor. Era de color azul oscuro y tenía unos dibujos rojos, que su madre decía que eran amebas y los dos se reían mucho con esa tontería. Aunque se había afeitado esa mañana, volvió a rasurarse y se arrancó con las pinzas unos pelillos que le salían por los agujeros de la nariz. Se echó de una colonia francesa que se había comprado la tarde anterior. Se calzó unos botines, que son más elegantes que los mocasines. Antes de salir, se miró en el espejo que había junto a la puerta de la calle y se dijo que cualquiera le echaría diez años menos y que si quisiera casarse, aún estaba a tiempo, porque los años se habían portado bien con él y le habían dejado una pátina de hombre interesante. Llegó al restaurante quince minutos antes. Para su sorpresa, Fernando ya estaba allí, degustando una copa de fino. “No me gusta hacer esperar a los amigos”, le dijo con su sonrisa perfecta. Eduardo casi levitó al verse tratado de amigo. El menú era de esos exquisitos, donde cada plato va acompañado de dos adjetivos y a veces hasta de una metáfora y donde no se cae en la vulgaridad de decir lo que cuestan. Dejó que Fernando pidiera por los dos. Oírle la razón por la que pedía cada plato y cómo combinaban entre sí y los vinos que los acompañarían, porque cada plato requiere un vino específico, era como oír a un poeta explicar por qué compuso un soneto de una determinada manera. El pensamiento le vino de que todas las cenas de tantos años con su madre en lo que ellos creían buenos restaurantes, habían sido un despedicio. Habían creído vivir a lo grande y en realidad se habían quedado en la superficie de las cosas. Fueron llegando los platos. Hablaron de viajes, muchos más en el caso de Fernando que en el de Eduardo. Fernando defendió que el British Museum era el mejor museo del mundo, frente a Eduardo que defendía el Louvre con pasión, aunque sólo fuera porque había estado allí dos veces con su madre y aún recordaba sus comentarios jocosos sobre la Mona Lisa. De ahí pasaron a discutir si el Diadúmeno de Polícleto era más hermoso que el David de Miguel Ángel. Por esa parte de la conversación Eduardo pasó en puntillas, porque no estaba seguro si el Diadúmeno ese era otro nombre del Discóbolo y no se atrevía a preguntar. Luego fue el turno de la literatura. A Fernando le entusiasmaba la poesía de Gil de Biedma, sobre todo sus poemas amorosos, en los que juega con la ambigüedad y lo mismo podrían estar dirigidos a una mujer que a un hombre, pero no, estaban todos dirigidos a hombres y si los escribió de esa manera fue porque no quería que su madre supiera su secreto, que qué tontería, con lo breve que es la vida para andarse con secretos. A Eduardo, que había estado toda su vida metido en el caparazón de su vida de dos con su madre, le parecía que las personas son como desvanes, ves sus casas y en el salón todo está bien ordenado, pero siempre hay un desván lleno de muebles desvencijados, que reflejan lo que la persona es de verdad (de pronto se dio cuenta de que acaso fuese por el vino, pero se sentía ocurrente. En condiciones normales nunca se le hubiera ocurrido el símil de los desvanes). – ¿Y qué guardas tú en tu desván?- le preguntó Fernando a bocajarro. Nunca había querido pensar que tenía un desván, sino una vida monótona con sus pequeñas alegrías, que cabía de sobra en un cajón de la cómoda. Y sin embargo, sintió que “nada” no era la respuesta adecuada. No lo había pensado hasta entonces, pero siempre hay algo que nos avergüenza, es imposible ser completamente transparente y honesto. Vivir plácidamente con su madre le había protegido de estos pensamientos, pero ahora venía Fernando con esa pregunta y… – Nada… nada de interés- respondió, añadiendo “de interés” porque sabía que “nada” a secas no convencería a Fernando. – Imposible. Todos tenemos algo. Eres culto, has viajado, has leído, tienes mucha conversación. Es imposible que no guardes en el desván muebles exquisitos.- Habían cambiado las tornas de cuando Fernando cantaba los temas. Ahora era Fernando quien le animaba, quien le halagaba, quien quería indagar más. Eduardo se sentía entre avergonzado y complacido. – No, en serio. – Entiendo. Hay gente que hasta la tercera copa de vino no entrega la llave de su desván. Te tendré que emborrachar entonces.- Los dos se rieron. Para cuando llegaron al coñac final, Eduardo aún no había entregado la llave del desván, aunque ya se habían puesto a hablar de lo que era la vida para cada uno de ellos. Para Fernando era una fiesta y un descubrimiento continuo, algo en lo que había que zambullirse, con la conciencia de que todo era pasajero y que la muerte estaba al final. “¿La muerte?”, repitió Eduardo como con aprensión. Era uno de esos temas en los que nunca le gustaba pensar, uno de los temas que nunca salía en las conversaciones con su madre. – Gil de Biedma tiene un poema trágico en el que dice “envejecer, morir es el único argumento de la trama”. – Es un poco siniestro. – Eso mismo pienso yo. Es el poema de los suyos que menos me gusta. Lo escribió después de haber pasado por una depresión, cuando cumplió los cuarenta y descubrió que, en efecto, había dejado de ser joven. Y tú, ¿has dejado de ser joven? Era otra de esas preguntas que le incomodaban, como la del desván. Acaso Fernando tuviese razón y él tenía también un desván, un desván mucho más grande de lo que quería reconocer, un desván cuya llave siempre la había guardado su madre para salvarle de tener que entrar en él y hacer limpieza. De pronto se dio cuenta de que había tomado las manos de Fernando y de que éste sonreía y de que le miraba de una manera que… Retiró las manos. – Creo que se me ha subido un poco el vino, mejor pidamos la cuenta,- dijo atropelladamente. – La cuenta está pedida y pagada. Me encargué cuando me levanté para ir al aseo. – Pero… – Ha sido una velada excelente. Es una pena que no la quieras prolongar. Hay aquí al lado un café cantante. – Muchas gracias. Pero no me siento bien. Más tarde, en el taxi de regreso a casa, se le vinieron muchas cosas a la cabeza y no todas fueron por efecto del vino. Acaso la vida… Mis cuentos Comentarios Emilio de Miguel Calabia el 13 sep, 2020