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Blogs Bukubuku por Emilio de Miguel Calabia

La vida sale al encuentro

Emilio de Miguel Calabia el

Existe un tipo de sacerdote al que le atrae la fama. Desgraciadamente, vivimos en una sociedad en la que ser un buen cura como mucho te asegura el reconocimiento de los feligreses envejecidos de tu parroquia. Debería de ser bastante, pero el ego es muy puñetero y no es raro que ese reconocimiento no sea suficiente para algunas personas.

En otras épocas, los sacerdotes que buscaban la fama solían encontrarse en el mundo de las letras y de la cultura: el Padre Coloma con sus “Pequeñeces”; el muy culto Jesús Aguirre, que fuera marido de la Duquesa de Alba; Miguel Asín Palacios, más conocido como excelente arabista que como sacerdote; y el mayor de todos, Tayllerand, que después de una vida dedicada al poder, a la diplomacia y a las intrigas, tuvo el buen juicio de reconciliarse con la Iglesia cuatro horas antes de morir. Eso es saber medir los tiempos.

En la actualidad, el escenario natural para el cura que busca gloria mundana es la televisión. Me estoy acordando a este respecto del Padre Apeles, que adquirió cierta notoriedad televisiva hace veinte años. Para mí es un ejemplo del declive de la sociedad. Escribir exige constancia, laboriosidad y esfuerzo, algo que no exige pasar por los platós de televisión.

Y todo el rollo anterior viene a cuento para hablar de José Luis Martín Vigil, un jesuita que tuvo su momento de gloria en los sesenta y los setenta, gracias a su olfato para detectar corrientes sociales y plasmarlas en unas novelas bien escritas y efectistas.

Su primer éxito fue “La vida sale al encuentro”, el relato de un año clave en la vida de un joven, Ignacio Sáez de Ichaso, entre los 15 y los 16 años. En ese año le ocurre de todo: el despertar a la carne y a sus tentaciones; el primer amor; el deseo de ser ya un hombre hecho y derecho; la muerte. Curiosamente, los guionistas de “Verano azul” aplicarían unos años después una fórmula parecida: coger a un grupo de adolescentes y confrontarles con la primera menstruación, con el primer dolor, con la carne, con el desafío a los padres y con la muerte. Por cierto, como curiosidad, los guionistas jugaron con la idea de que el muerte fuese Tito, que moriría ahogado. Finalmente prefirieron traumatizar a toda España con el famoso “¡Chanquete ha muerto!”

Tal vez el principal de los aciertos de Martín Vigil sean el personaje y el tono de la obra. El personaje es un joven idealista, impulsivo, de gran corazón, con sus inmadureces y un deseo de corregirlas. La obra nos la cuenta el protagonista en primera persona, con una inmediatez y una frescura de diario personal:

“En el segundo tiempo empezó el juego sucio y el señor del pito no era capaz de cortar aquello. A mí me mazaron a golpes. Pero lo peor era entre el público, porque ellos, al ver que perdían sin remedio, empezaron a llamar “cuervos y así”. Los nuestros del Preu querían zumbarles, pero ante todo estaba ganar el partido. Al terminar fue Troya. Nosotros, los que habíamos jugado, no podíamos con el alma, pero los mayores, los que no habían jugado, se fueron a ellos, los de enfrente. Ya fue el zafarrancho. En medio del campo se repartía leña para todo el que quisiera. Yo estaba a un lado, tirado en el suelo, que no podía conmigo. Cholo, el de Preu, era un molino dando. Todo fue muy rápido, porque los Padres y los profesores de ellos, con los guardias, se metieron a arreglarlo…”

La acogida de la obra desde el principio fue magnífica. Ha tenido 30 ediciones, la última de ellas en 2006, lo que me parece bastante llamativo. Yo la leí cuando tenía la edad del protagonista, con la Transición agonizando y la encontré ñoña. El personaje podía caerme bien, pero a fuerza de idealista llegaba a cargarme un poco, aparte de que se trataba de ideales que hacía mucho que no estaban en boga:

“Para mí, lo más grande que sueño ahora sería de ser marino teniendo que ir a varias guerras y sufriendo mucho por España. Luego morir mártir. Ah, pero antes casarme para educar al menos un hijo al estilo de papá, y mandándolo a Colegio [se refiere al colegio de los jesuitas, en el que estudia], claro. Entonces a los cuarenta o así, terminar de aquella manera.”

El Sexto Mandamiento y sus bifurcaciones le causaban especiales problemas:

“Era domingo y San José. Yo quería comulgar, claro. Me fui a confesar y dije después de lo de siempre: “Bailé con una chica que bailaba mal sin yo querer.” El padre Espiritual no comentó nada y yo comulgué tranquilo. Pero en la acción de gracias, me vino una cosa que no sabía si era escrúpulo. Yo había dicho que la chica bailaba mal, y me decía si él entendería lo que yo había querido decir. Otra vez a inquietarme; y para más, sobre si aquella comunión había sido buena. “¡Caray con la prójima- pensaba yo- se podía haber quedado en casa!”…”

Si a pesar de esa ñoñería, sigue leyéndose y publicándose, por algo será. Pienso que “La vida sale al encuentro” describe el tipo de adolescencia idealizada que a todos nos hubiera gustado tener. Ser idealistas, impulsivos, nobles y generosos como el protagonista, tener un primer amor tan tierno como el suyo con la adorable Karin, contar con un buen y leal amigo como Pancho, tener una visión idealista de la vida y de lo que queremos hacer con ella.

Merece la pena compararla con “La edad prohibida” de Torcuato Luca de Tena, que se publicó tres años antes y que utilizó la descripción de la adolescencia a modo de señuelo para atraerse lectores. “La vida sale al encuentro” llega más porque es más fresca, más espontánea y porque Martín Vigil ha dado con el tono adecuado. La moralina, que la tiene, y mucha, está mejor integrada en la trama, mientras que en “La edad prohibida” la trama está en función de la moralina. “La edad prohibida” tiene aquí y allá sus tretas de escritor y se le ven las costuras, algo que no ocurre con “La vida sale al encuentro”.

Para mí, lo mejor de “La vida sale al encuentro” no es la novela en sí, sino unas palabras de Martín Vigil, próximo ya a la muerte, que valen más que cualquiera de los libros que haya escrito:

Bueno, al fin muero cristiano como empecé. Creo en Dios. Amo a Dios. Espero en Dios. No perseveré en la Compañía de Jesús, pero jamás dejé de amarla y estarle agradecido. No conozco el odio, no necesito perdonar a nadie. Pero sí que me perdonen cuanto se sientan acreedores míos con razón, que serán más de los que están en mi memoria. Amé al prójimo. No tanto como a mí mismo, aunque intenté acercarme muchas veces. No haré un discurso sobre mi paso por la vida. Cuanto hay que saber de mí lo sabe Dios. En cuanto a mis restos, sólo deseo la cremación y consiguiente devolución de las cenizas a la tierra, en la forma más simple, sencilla y menos molesta y onerosa. Pasad pues de flores, esquelas, recordatorios y similares. Todo eso es humo: Sólo deseo oraciones. De este mundo sólo me llevo lo que me traje, mi alma. Consignado todo lo cual, agradecido a todos, deseo causar las mínimas molestias. Dios os lo pague”.

 

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