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La guerra más larga (8)

Emilio de Miguel Calabia el

A comienzos de 2015, aprovechando la retirada de las tropas de la OTAN y las disensiones en el seno del gobierno, los talibanes comenzaron a asomar la cabeza. Los talibanes se vieron reforzados además, por combatientes que cruzaron la frontera de Pakistán para escapar de la ofensiva que las FFAA pakistaníes habían lanzado en Waziristán del norte contra elementos insurgentes. El Ejército afgano se comportó con cierta eficacia y logró impedir durante bastantes meses que los talibanes ocuparan ninguna población importante. No obstante, las luchas entre facciones perjudicaron su desempeño. A ello se añadía que la policía, que hubiera debido asistir en la estabilización del terreno conquistado, estaba podrida por la corrupción, el nepotismo y el faccionalismo.

La OTAN, que ya se había olido lo que podría ocurrir cuando sus tropas se retirasen de las misiones de combate, lanzó el 1 de enero de 2015 la Misión Apoyo Decidido (Resolute Support Mission, en inglés). El objetivo era seguir entrenando, asesorando y asistiendo a las fuerzas de seguridad afganas. También tenía funciones de apoyo institucional en cuestiones de seguridad en áreas como la planificación, la presupuestación, la transparencia y el buen gobierno.

Entre finales de 2015 y el primer trimestre de 2016, entre otros muchos combates, tuvieron lugar duros enfrentamientos en la provincia de Helmand, que resultan interesantes porque prefiguran el desmoronamiento de las fuerzas afganas que ocurrió en el verano de 2021. Los soldados, apenas se vieron atacados, se retiraron a las ciudades, donde se sentían más protegidos. La situación fue salvada finalmente por miembros de las fuerzas especiales norteamericanas y británicas y la aviación aliada que, además de bombardear a las posiciones talibanes, abasteció por aire a las guarniciones que estaban aisladas. Los propios comandantes norteamericanos admitieron las debilidades de las fuerzas afganas. Carecían de líderes efectivos, armas y munición y estaban desmoralizadas; motivos no les faltaban: logística pobre, que les obligaba a combatir en condiciones muy duras; lejanía de sus familias a las que algunos llevaban años sin ver; la politización y corrupción del alto mando; falta de coordinación… Salvo en el caso de las fuerzas especiales afganas, bien entrenadas y dotadas, los problemas de moral del Ejército y la policía afganas nunca se resolvieron del todo. Esos problemas harían que en 2021 la resistencia de las fuerzas gubernamentales se desmoronase rápidamente. La diferencia entre 2016 y 2021 es que en el primero de los años, el gobierno afgano pudo contar con las fuerzas especiales y los aviones de los aliados.

El propio Presidente Obama era consciente de que, más allá de los pronunciamientos optimistas de los altos mandos, la guerra se estaba perdiendo. Así, en julio de 2016 decidió que mantendría en el país a 8.400 soldados, flexibilizaría las reglas para que pudieran tomar parte directa en los combates con los talibanes y aumentaría los bombardeos aéreos. Era el reconocimiento implícito de que la Misión Apoyo Decidido no estaba funcionando como se esperaba.

A pesar de los cambios introducidos en julio, para diciembre de 2016 151 de los 375 distritos del país estaban muy amenazados por la insurgencia y en 11 de ellos las fuerzas y la autoridad del gobierno habían colapsado. Y la tendencia era cuesta abajo.

En febrero de 2017 el comandante en jefe de las tropas norteamericanas en Afganistán, John Nicholson, compareció ante el Congreso y hizo una de las valoraciones más pesimistas que se habían oído hasta entonces. Definió la situación como de tablas, lo que no sé si no era pecar de exceso de optimismo. En un año el gobierno afgano había perdido el control sobre el 15% de los distritos del país y los talibanes controlaban el 10% de la población de Afganistán. Trató de mostrarse optimista en cuanto a la capacidad combativa del Ejército afgano. Dijo que en el 80% de los casos había combatido independientemente. En 2016 las fuerzas afganas habían tenido su mayor nivel de bajas: 6.700 soldados. Aunque había reclutas suficientes para reemplazarlas, la eficacia del Ejército había sufrido. La solución que proponía era la habitual: mandar más soldados.

Algunas observaciones a las declaraciones de Nicholson. En una contrainsurgencia, el control sobre la población es más importante que el control sobre el terreno. También es clave la percepción que tenga la población sobre quién va ganando. En ese tipo de guerras, el éxito genera un círculo virtuoso: cuantas más victorias tiene un bando, más apoyo recibe porque se le ve como el caballo ganador, lo que a su vez le ayuda a obtener todavía más victorias. La contrainsurgencia es una guerra de desgaste, donde la moral es clave. Los insurgentes juegan con la ventaja de que no necesitan ganar; les basta con no perder y resistir hasta que la otra parte tire la toalla. Un componente clave en la lucha contrainsurgente es el civil. Es preciso que la población sienta que la Administración controla el territorio y es capaz de darle los servicios básicos. En este tipo de contextos, la corrupción puede ser devastadora para la causa gubernamental. Cifrar la victoria en la lucha contrainsurgente en el número de tropas y de bocas de fuego únicamente, es comenzar a reconocer que se está falto de ideas. Y de ahí a la derrota final hay muy pocos pasos.

 

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